martes, 1 de febrero de 2011

Los Indeseables. Gli Indesiderabili.


Son cada vez más los indeseables en el mundo. Demasiadas mujeres y hombres para los que esta sociedad no ha previsto ningún rol, mas que el de reventar para hacer funcionar todos los demás. Muertos para el mundo o para si mismos: la sociedad no les desea más que así.

Sin trabajo, sirven para empujar a quien lo tiene a cualquier humillación para mantenérselo seguro. Aislados, son útiles para hacer creer a quienes se pretenden ciudadanos, que pueden tener una verdadera vida en común (entre el papeleo y las vallas publicitarias). Inmigrantes, sirven para alimentar la ilusión de tener raíces a quien, proletario sin siquiera más que la prole, está desesperado por sus propios hijos, solo con su nada en la oficina, el metro o delante de la televisión. Clandestinos, sirven para recordar que la sumisión del trabajo asalariado no es lo peor - existen también los trabajos forzados y el miedo ante cada rutinario control policial. Expulsados, sirven para chantajear a todos los refugiados económicos del genocidio capitalista, con el miedo del viaje hacia una miseria sin retorno. Presos, sirven para amenazar con la extrema razón del castigo, a quien no encuentra razones para continuar resignándose. Extraditados, en tanto que enemigos del Estado, sirven para hacer entender que en la Internacional del dominio y de la explotación no hay espacio para el mal ejemplo de la revuelta.

Pobres, aislados, extranjeros en cualquier lado, presos, ilegales, bandidos: las condiciones de estos indeseables son cada vez más comunes. Común puede entonces hacerse la lucha, sobre la base del rechazo de una vida cada día más precarizada y artificial. Ciudadanos o extranjeros, inocentes o culpables, clandestinos o regularizados: las distinciones de los códigos estatales no nos pertenecen, ¿porque debería la solidaridad aceptar estas fronteras sociales, cuando l@s pobres son empujados continuamente de una a otra?
Nosotros no somos solidarios con la miseria, si no con el vigor con que mujeres y hombres no la soportan más.

EL SUEÑO DE UN PERGAMINO
BAJO EL CAUCE POR EL QUE FLUYE LA HISTORIA, un sueño parece haber resistido al desgaste del tiempo y al implacable proseguir de las generaciones. Mirad el envejecido pergamino de este código renacentista, mirad sobre la página estas xilografías que nos devuelven a la juventud de un milenio apenas espirado. Veréis a los asnos cabalgar y sofocarse alegremente en la comida a los hambrientos de siempre, veréis las coronas pisoteadas, veréis el fin del mundo o mejor todavía, el mundo al revés. Aquí está pues, ese sueño, aquí está al desnudo lo que se cuenta en una incisión de hace quinientos años: matar el mundo para poderlo aferrar, robárselo a Dios para hacerlo nuestro y plasmado finalmente con nuestras propias manos. Las épocas, más tarde, han ido prestándoles un hábito siempre a la moda. Se ha vestido de campesino durante las insurrecciones medievales y de blouson noir en el Mayo francés, de minero asturiano en la revolución del 34 y de tejedores ingleses en los tiempos en que los primeros telares industriales eran destruidos con rabiosos golpes de maza. Las ganas de derrumbar el mundo han aflorado cada vez que los explotados han sabido percibir los hilos que les ligan entre sí, hilos que en cada época han sido rotos y reanudados por diferentes formas de explotación. Son estas formas, de hecho, las que de cualquier manera “organizan” a los explotados: concentrándoles bien en las fábricas o en los barrios, en los guetos metropolitanos o frente a las oficinas del Inem, imponiéndoles condiciones de vida símiles y similares problemas que afrontar cada día. Parémonos un momento a desenterrar el fondo de nuestras memorias y pasemos lista a las historias de nuestros padres. La fábrica en la niebla o el sudor en los campos quemados por el sol, el tormento de una ocupación colonial que te roba los frutos de la tierra o el ritmo cada vez más frenético de una prensa que, en cualquier Estado “comunista”, promete para un mañana que no llega nunca liberarnos de la explotación. En cada una de estas imágenes de nuestro pasado podemos asociar las diferentes maneras de estar junto a los explotados y por tanto, las bases concretas de esas luchas que han querido derrumbar el mundo y suprimir la explotación.
Hoy que, incluso hijos de memorias y revueltas tan diferentes, nos encontramos hombro con hombro, ¿cuál es el hilo que nos une?; y mientras tanto, ¿qué nos ha traído hasta aquí desde el Magreb o desde el Este, desde Asia o desde el corazón de África? ¿Por qué incluso quien ha pisado siempre esta misma tierra no la reconoce ahora y la encuentra tan diferente de aquella de la memoria?.

Un planeta irreconocible.
Si leemos con atención la historia de estos últimos treinta años podemos individuar una línea de desarrollo, una serie de modificaciones que han perturbado el planeta. Esta nueva situación viene llamada comúnmente “globalización de la economía”. No se trata de datos definitivamente adquiridos, sino de cambios que todavía están en curso - con ritmos y peculiaridades diversas para cada pueblo particular - y que nos dejan el espacio para aventurar cualquier previsión. Pero evitemos inmediatamente un lugar común sobre la “globalización”. La tendencia del capital a buscar su escala planetaria mercantil por conquistar y mano de obra a bajo coste, siempre ha estado presente, ciertamente esto no es una novedad. Han cambiado los instrumentos para hacerlo: gracias al desarrollo de la tecnología, el capital puede realizar esta tendencia con ritmos y consecuencias inimaginables hasta hace algunos años. No existe, por tanto, un punto de fractura entre el viejo capitalismo y el actual, ni ha existido jamás un capitalismo “bueno” que se desarrolla predominantemente sobre bases nacionales y al cuál se necesitaría retornar - como dan a entender, por el contrario, tantos adversarios del neoliberalismo -. Desde 1973, fecha que marca convencionalmente el inicio del “ciclo de la informática” hasta hoy, el capital en nada ha cambiado su naturaleza, no se ha vuelto más “malo”. Simplemente tiene más armas y tanto más potentes como para dejar irreconocible el planeta. Por comodidad de análisis, podemos probar a leer este proceso a través de los cambios que han sufrido tres diferentes áreas geográficas: los países excoloniales, aquellos apenas salidos de regímenes supuestamente comunistas y los occidentales.

Los hijos no deseados del Capital.
Como es sabido, la independencia de las antiguas colonias no ha resuelto en absoluto las relaciones con los propios colonizadores; en la mayor parte de los casos, por el contrario, simplemente las ha modernizado, aunque después de atormentados sobresaltos. Si la antigua explotación colonial miraba sobretodo al acaparamiento de materias primas a bajo coste que venían después manufacturadas en occidente, a partir de entonces, fases enteras de la producción industrial han sido implantadas en los países más pobres, aprovechando el bajísimo coste de mano de obra; tan bajos como para cubrir los gastos de transporte de las materias primas, maquinarias, productos elaborados y los costes de financiamiento a los regímenes locales, garantes del orden público y de la regularidad de la producción. Durante largos años los capitales occidentales han invadido estos países, modificando profundamente el tejido social. Las antiguas estructuras agrícolas han sido destruidas para dejar espacio a la industrialización, los vínculos comunitarios reducidos, las mujeres proletarizadas. Una inmensa cantidad de mano de obra arrancada de la tierra se ha reencontrado - justo como en la Europa del siglo pasado - vagando en los suburbios a la búsqueda de un trabajo. Esta situación encontraba una cierta aunque tremenda estabilidad, hasta que las industrias manufactureras implantadas por los occidentales han podido absorber una parte consistente de esta mano de obra. Pero en un momento dado, una a una estas industrias han comenzado a cerrar. Allí arriba en el norte algo había cambiado: la fuerza de trabajo occidental era de nuevo concurrencial con aquella del sur del mundo. Muchas industrias han cerrado pero han quedado estos nuevos proletarios, tantos e inútiles.

Al Este, la situación no es mejor, los regímenes supuestamente comunistas han dejado tras de sí el desierto, el aparato productivo - enorme y obsoleto - ha quedado en herencia a los viejos burócratas locales y al capital occidental. Así, los hijos y los nietos de aquellos explotados que, aparte de la esclavitud semanal del trabajo asalariado, han tenido que sufrir también la retórica dominical de las «cocineras al poder» y del internacionalismo proletario, se han encontrado parados de nuevo: cada reestructuración industrial, lo sabíamos, requiere despidos. Como ya había sucedido con las ex-colonias, cada país occidental se ha repartido las zonas de influencia económica y política en los países del difunto Pacto de Varsovia y ha transferido allí, aquella parte de la propia producción a más alto consumo de mano de obra. Pero la gran cantidad de explotados convertidos en inútiles para los explotadores, es una gota en el mar que permanece enorme. Tanto en el Este como en el Sur, el chantaje de la deuda externa ejercido por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ha acelerado de manera decisiva estos procesos.
Así es que desde el Sur hasta el Este, comienza la larga marcha de estos hijos no deseados del capital, de estos indeseables. Pero a quien se quede en casa no le espera una suerte mejor. Para aquellos que eligen la vía de la emigración les esperan nuevas y siempre más sangrientas guerras tras la esquina, porque las turbulencias sociales provocadas por tan grandes e imprevistos cambios, a menudo vienen enmarcadas en los discursos étnicos y religiosos; para los que se quedan, la única certeza es la miseria y el desposeimiento. Toda añoranza es vana.

Hasta anteayer.
Mientras tanto, ¿qué ha sucedido en occidente? Aunque menos brutal, el cambio ha sido paralelo al del resto del mundo. Las grandes plantas industriales que empleaban a una parte considerable de los explotados y que durante muchísimos años han determinado la fisonomía de las ciudades - y por tanto la mentalidad, el modo de vivir y de rebelarse de los mismos explotados - han desaparecido. En parte, porque han sido transferidas - como hemos visto - a los países más pobres y en parte, porque ha sido posible despedazar las y redistribuirlas por el territorio. A través del desarrollo de la tecnología, los procesos productivos no sólo han sido progresivamente automatizados, sino que también, se han vuelto más flexibles y adaptados al intrínseco caos del mercado. En otro tiempo, el capital necesitaba obreros depositarios de los conocimientos y las manualidades necesarias para conducir, mas o menos autónomamente, un segmento del proceso productivo; y por tanto también de los obreros que permanecían toda la vida en la misma fabrica, haciendo las mismas cosas. Ahora ya no. Los conocimientos requeridos son cada vez más bajos e intercambiables, no hay una acumulación de saber, cualquier trabajo es igual a otro. El viejo mito del “puesto fijo” ha sido suplantado por la ideología de la flexibilidad, es decir, de la precariedad y de la erosión de las viejas garantías: es necesario saberse adaptar a todo, también a los contratos semanales, a la economía clandestina o a la expulsión definitiva del contexto productivo. Estos cambios son comunes a todo Occidente, pero en algunas zonas han sido tan veloces y radicales que el coste global del trabajo se ha vuelto compatible con el del Sur y el Este del mundo. Así es como se han determinado, tanto ese retorno de los capitales que habían desestabilizado las economías de los países más pobres, dando paso a las guerras y a las migraciones en masa, como la degradación de las condiciones materia- les de vida de los explotados occidentales.

Las revueltas por venir.
Está claro que el cambio en Occidente, aunque violento, es amortiguado en parte por lo que queda del viejo Estado “social” y sobre todo, por el hecho de que gran cantidad de precarizados occidentales son hijos de los viejos proletarios y por tanto gozan indirectamente, a través de las familias, de las viejas garantías. Bastará dejar pasar sin embargo, una generación y la precariedad se transformara en la condición social más difusa. Por ello nosotros, hijos del viejo mundo industrial, seremos económicamente cada vez más inútiles, unidos de hecho a la multitud de indeseables que desembarcan en nuestras costas. Con el transcurso de los años y la estabilización de esta situación, perderán significado todos esos movimientos que intentan dar sostén desde el exterior a una parte circunscrita de marginados - clandestinos, parados, precarios, etc. - porque las condiciones de explotación serán símiles para todos, abriendo las puertas de par en par hacia luchas realmente comunes. He aquí finalmente al descubierto el hilo que a todos nos une, explotados de miles de países, herederos de tan diferentes historias: el capital mismo ha reunificado en la miseria a las familias perdidas de la especie humana. La vida que se nos diseña en el horizonte será vivida comúnmente bajo el marco de la precariedad. Estas son las modernas bases sociales para los antiguos sueños de libertad, cuidadosamente preparadas por el progreso de la explotación, he aquí el lugar de las próximas revueltas.

ANTES DE UNA NUEVA MURALLA CHINA.
Las perturbaciones sociales que han vuelto irreconocible el planeta nos evidencian una constante: el capital sigue un doble movimiento. Por un lado, desmembra todo un tejido social que opone resistencia a su expansión; por otro lado, reconstruye las relaciones entre los individuos según sus exigencias. Toda transformación económica se acompaña siempre de una transformación social, pues la manera en la que mujeres y hombres son explotados modifica su forma de estar juntos y por lo tanto de rebelarse. En este sentido, el provecho y el control social representan dos finalidades de un único proyecto de dominación. Después de haber destruido las comunidades tradicionales y sus formas de solidaridad, el capital ha comenzado a desmantelar la unidad social que él mismo había creado a través de la industrialización de masas. Y esto, no solamente para desviar la resistencia obrera que la infraestructura de la fábrica “organizaba” involuntariamente, sino también porque los capitalistas vivían como una contradicción la necesidad de recurrir al proceso productivo para hacer dinero. La servidumbre de la ciencia respecto del capital y las transformaciones tecnológicas consecuentes, han permitido una nueva expansión económica y social. La valorización -la transformación de la vida en mercancía- abolió para siempre las barreras del tiempo y del espacio con el fin de liberarse de toda base material fija. En este sentido, la realidad virtual (el llamado ciberespacio, la red cibernética mundial) representa su condición ideal. Una vez más se trata de un doble movimiento: si la valorización anula las relaciones hostiles a la circulación del saber-capital y los hombres-recursos, reconstruye por otra parte y al mismo tiempo, las relaciones sociales bajo el signo de lo virtual (a través de los simulacros de relación humana y de los narcóticos electrónicos).

Todo esto presupone un proceso de formación de un “hombre nuevo” capaz de adaptarse a condiciones de vida cada vez más artificiales. En el momento en que la economía se extiende a todas las relaciones sociales, incorporando todo el proceso vital de la especie humana, su última utopía no puede ser sino la pura circulación de valor que se valoriza: dinero que produce dinero. Paralelamente, después de su expansión por todo el espacio social, la última frontera del capital, su último territorio de conquista no puede ser sino su enemigo por excelencia: el cuerpo humano; he aquí la razón del desarrollo de las biotecnologías y de la ingeniería genética. Sin entrar en aspectos particulares de esta guerra contra lo vivo, es importante subrayar el rol fundamental de la tecnología. Por tecnología no entendemos en modo genérico el “discurso racional sobre la técnica”, ni tampoco ninguna prótesis de las capacidades humanas; recorriendo la propia historia del uso de este concepto, nos parece más correcto definirlo como la aplicación de la técnica avanzada a la producción industrial masiva, en el momento en que la investigación científica se fusiona con el aparato militar (los años cuarenta). Se trata de aquel proceso que, partiendo de la industria nuclear y aeronáutica, pasando por los materiales plásticos, la antibiótica y la genética, desembocó en la electrónica, en la informática y en la cibernética. La aplicación industrial de las técnicas más modernas avanza a la par que los conocimientos especializados - en biología molecular, en química, en física, etcétera - y que la ideología del progreso, que es la justificación de todo ello. Este proceso, que comienza durante la segunda guerra mundial, es inseparable del conflicto de poder entre los Estados, los verdaderos organizadores de la sociedad industrial. El desarrollo de un saber y de una técnica siempre más incontrolables levanta un muro cada vez más alto entre el productor y el objeto que éste fabrica, entre la máquina y su capacidad de controlarla. Esta situación le desposee al mismo tiempo, de toda autonomía material y de la consciencia de una posible expropiación (arrancarles de las manos a los amos los instrumentos técnicos y productivos para un uso libre y compartido). En esta doble desposesión y no en la “iniquidad neoliberal” se encuentra la fuente de nuestras vidas precarizadas y artificiales. Si el capital se ha difundido por todo el territorio; si la expropiación de las técnicas especializadas es imposible (puesto que son inutilizables desde el punto de vista revolucionario, o simplemente humano); si ya no existe centro productivo (la Fábrica) al cual oponer una organización central (partidos o sindicatos) con su pretendido sujeto histórico, entonces no queda sino el arma proletaria por excelencia: el sabotaje; queda solamente el ataque anónimo y generalizado contra las estructuras de la producción, del control y de la represión. Sólo así será posible oponerse al doble movimiento del capital, obstaculizando la atomización brutal de los individuos e impidiendo al mismo tiempo, la construcción del “hombre nuevo” de la cibernética, antes de que los muros sociales que deberían hospedarlo estén completamente terminados.

UNA HIDRA DE DOS CABEZAS.
Entre los demócratas radicales y el “pueblo de la izquierda”, son muchos ahora ya en atribuir al Estado un rol puramente decorativo en las decisiones tomadas sobre nuestra piel. Se define, en suma, una jerarquía mundial cuyo vértice es representado por las grandes potencias financieras y las multinacionales y en su base, cada uno de los Estados nacionales convertidos en ayudante, en meros ejecutores de inapelables decisiones. Esto conduce a una ilusión que está teniendo las peores consecuencias. Son muchos en efecto, los que tratan de imponer a las luchas, que se desarrollan en todo el planeta contra aspectos concretos de la “globalización”, un giro reformista y de algún modo nostálgico: la defensa del “buen” viejo capitalismo nacional y paralelamente, la defensa del viejo modelo de intervención del Estado en la economía. Ninguno observa, sin embargo, que la teoría ultra-liberal tan a la moda en estos tiempos y aquella keynesiana, de moda hasta hace algunos años, proponen simplemente dos formas distintas de organizar la explotación, pero sin ponerla nunca en discusión.

Cierto, no se puede negar que en el actual estado de cosas toda nuestra vida venga determinada en función de necesidades económicas “globales”, pero esto no significa que la política haya perdido su nocividad. Pensar en el Estado como en una entidad ahora ya ficticia, o exclusivamente como en un regulador de la explotación y de los conflictos sociales, es cuando menos limitante. El Estado es un capitalista entre los capitalistas y entre estos, cumple las funciones vitales para todos los otros. Su burocracia, sin embargo, ligada pero no subordinada a los cuadros de empresa, tiende sobretodo a reproducir el propio poder.

El estado prepara el terreno al capital, desarrollándose a sí mismo simultáneamente. Son las estructuras estatales las que permiten el progresivo abatimiento de las barreras del tiempo y el espacio, - condición esencial de la nueva forma de dominio capitalista - poniendo a su disposición, territorios, fondos de inversión e investigación. La posibilidad de transportar cada vez más rápidamente las mercancías, por ejemplo, viene dada por el desarrollo de las redes de carreteras, de la alta velocidad ferroviaria, del sistema de puertos y de aeropuertos: sin estas estructuras que son organizadas por los Estados, la “globalización”, no sería siquiera pensable. Del mismo modo, las redes informáticas no son otra cosa que un nuevo uso de los viejos cables telefónicos: cada innovación en el sector (comunicaciones vía satélite, fibra óptica, etc.), es protegida por la estructura estatal. Por tanto, así es como se satisface también la otra necesidad básica de la economía mundializada, la posibilidad de hacer viajar datos y capitales en pocos instantes. También desde el punto de vista de la búsqueda, de la continua modernización de las tecnologías, los estados tienen un rol central. Desde la nuclear a la cibernética, desde el estudio de los nuevos materiales a la ingeniería genética, desde la electrónica hasta las telecomunicaciones, el desarrollo de la potencia técnica está ligado a la fusión del aparato industrial y científico con el militar.

Como es sabido, el capital tiene necesidad de reestructurarse de vez en cuando, o sea de cambiar instalaciones, ritmos, calificaciones y por lo tanto, también las relaciones entre los trabajadores. A menudo estos cambios son tan radicales (despidos en masa, ritmos infernales, drásticas reducciones de garantías…) como para poner en crisis la estabilidad social y requerir, obligatoriamente, intervención de tipo político. A veces las tensiones sociales son tan fuertes, la policía sindical tan impotente y las reestructuraciones tan imperiosas, como para no sugerir a los Estados otra posibilidad que la guerra. A través de la guerra, no solo se dirige la rabia hacia enemigos ficticios (“diferentes” por etnia o religión, por ejemplo), sino que además se logra revitalizar la economía: la militarización del trabajo, las partidas de armas y la bajada de los salarios hacen rentar al máximo los restos del viejo sistema industrial, mientras las destrucciones generalizadas hacen sitio a un aparato productivo moderno y a nuevas inversiones extranjeras. Para los indeseables -tantos explotados inquietos- se agudiza la intervención social del Estado: la exterminación.

Una de las características de nuestro tiempo, es el ascendente flujo masivo de migración hacia las metrópolis occidentales. Las políticas de inmigración -en cada uno de sus extremos, alternándose legitimaciones y cierres de fronteras- no son determinadas por un presunto buen corazón de los gobernantes, sino desde la tentativa de gestionar una situación cada vez más indigerible y al mismo tiempo, sacarle provecho. Por un lado, no es posible cerrar herméticamente las fronteras y por otro, un pequeño porcentaje de emigrantes es útil -especialmente clandestinos, luego más expuestos al chantaje - porque representa un buen depósito de mano de obra a bajo coste. Pero la clandestinidad de masas crea turbulencias sociales que son difícilmente controlables. Los gobiernos deben navegar entre estos datos y necesidades, de ello depende el buen funcionamiento de la máquina económica.

Así como el mercado mundial unifica las condiciones de explotación sin eliminar la concurrencia entre capitalistas, del mismo modo existe una potencia pluriestatal que todavía no cancela la competitividad entre cada uno de los gobiernos. Los acuerdos económicos y financieros, las leyes sobre flexibilidad laboral, el rol de los sindicatos, la coordinación de ejércitos y policías, la gestión ecológica de la contaminación o la represión de la disidencia, viene definido, todo ello, a nivel internacional (aunque la puesta en práctica de estas decisiones compete aún a cada gobierno). El cuerpo de esta Hidra son las estructuras tecnoburocráticas. Las exigencias del mercado, no sólo se han fusionado con las del control social, sino que utilizan además las mismas redes. Por ejemplo el sistema bancario, el de aseguración, el sanitario y el policial se intercambian continuamente sus propios datos. La omnipresencia de tejidos magnéticos representa un fichero generalizado de los gustos, compras, desplazamientos, hábitos. Todo ello bajo los ojos de las cada vez más difundidas telecámaras y por medio de teléfonos celulares que aseguran la versión virtual y también, el mismo archivo de una comunicación humana que no existe.

Más o menos Neoliberal, la intervención del Estado tanto en el territorio como nuestras propias vidas es cada vez más profunda y no puede ser separada de las estructuras de producción, distribución y reproducción del capital. La presunta jerarquía de poder entre las multinacionales y los Estados no existe, porque son a un mismo tiempo parte de aquel único cuerpo inorgánico que está llevando la guerra, a la autonomía de la humanidad y a la vida de la Tierra.

FRATERNIDAD EN LA ABYECCIÓN.
En 1984 de George Orwell, libro que no hace sino confirmar un siglo de totalitarismo, se encuentra la descripción de dos culturas completamente separadas en el interior de la sociedad: la de los funcionarios del Partido y la de los proletarios (como son definidos los excluidos de la ciudadela burocrático-socialista y de su ideología). Los funcionarios tienen palabras, gestos, valores e incluso una consciencia totalmente diferente de la de los proletarios. Entre unos y otros ninguna comunicación es posible. Los proletarios no se revuelven contra el Partido simplemente porque ignoran su naturaleza así como su localización concreta: no se puede combatir algo que no se comprende y que se ignora. Los funcionarios olvidan sistemáticamente -una amnesia selectiva que Orwell llama “doble pensamiento”- las mentiras sobre las cuales fundan su adhesión a la dominación sobre el tiempo y sobre los hombres. La especialización de la actividad (es decir, su parcialización y su repetición incesante) está enteramente al servicio de los dogmas del Partido, el cuál se presenta como ciencia infalible de la totalidad histórica y social. Es por ello que existe necesidad de un control absoluto del pasado, con el fin de gobernar el futuro.

Si se cambian algunos nombres se verá que esta separación de clase, basada sobre una separación culturalmente clara, representa precisamente la tendencia de la sociedad en la que vivimos. Los funcionarios del Partido son hoy los tecnoburócratas de la máquina económico-administrativa, en la cual se funda el aparato industrial, la investigación científica y tecnológica, el poder político, mediático y militar. Los proletarios orwellianos son los explotados librados -por el capital- de esas funestas ilusiones que fueron todos los programas de clase; precarizados en el trabajo como en todo lo demás, están desposeídos de lo que es cada vez más necesario para el funcionamiento de la máquina social: el saber tecnológico. Así es como se ven abocados a una nueva miseria, la de quien no desea más que una riqueza que ni siquiera comprende. La separación tecnológica: he aquí la nueva muralla china que los explotadores están construyendo en nombre de la lucha contra el Enemigo -cuando sin embargo, éste es el capataz de la obra-.

La ciudadela del Partido es hoy la de las tecnologías informáticas, su Ministerio de la Verdad son los mass-media; sus dogmas tienen todos el dulce sonido de la incertidumbre. De las multinacionales al sistema bancario, de las nucleares a los ejércitos, dos son las bases de la tecnoburocracia: la energía y la información. Quien las controla, controla el tiempo y el espacio.

Fuera de la masa de técnicos-obreros sin calificación, los poseedores del saber altamente especializado son cada vez menos numerosos; sin embargo, somos todos portadores de las consecuencias de este saber -en primer lugar, del empobrecimiento de las palabras y de las ideas-. Hacernos sentir responsables del desastre que ellos producen cotidianamente, es justamente la intención de los tecnoburócratas y de sus periodistas: el nosotros que nos dirigen sin cesar es la fraternidad en la abyección. Nos invitan a discutir de todos los falsos problemas, nos conceden el derecho de expresarnos después de habernos sustraído la facultad de hacerlo. Es por lo que toda ideología de la participación democrática (combatir la “exclusión” es el programa de izquierda del capital) no es sino complicidad en el desastre. Justo como en 1984, los proletarios actuales tienen un saber, una memoria y un lenguaje separados de los del partido; y no es sino sobre la base de esta separación, que tienen del derecho y el deber de participar. La diferencia es que para Orwell sólo los no funcionarios tienen acceso a un pasado -lugares, objetos, canciones, etc.- que no está totalmente borrado; y esto porque todavía mantienen lazos sociales, aunque sea a la sombra de las bombas. ¿Pero qué queda de esos vínculos cuando el Partido (es decir, el sistema estatal-capitalista) se apropia completamente de la vida social?. He aquí porqué en estas páginas sobre los indeseables se habla también de tecnología; una crítica del progreso tecnológico que abandona el discurso de clase, nos parece tan parcial como una crítica de la precariedad que no se enfrenta en los nuevos territorios de la desposesión técnico-científica.

La división en dos mundos que están construyendo podría quitar todo sentido a la revuelta: ¿cómo desear otra vida cuando toda huella de vida auténtica haya desaparecido?.



***Este texto apareció publicado el verano del 2000 por Muturreko Burutazioak, Sans Patrie y Pantagruel.

Cuestiones de organización. 31 tesis insurreccionalistas.


A l@s compañer@s pres@s de la guerra social y muy especialmente a aquell@s que además de sufrir la cárcel han de soportar la verborrea de l@s ideólog@s seudorrevolucionari@s que desearían somerterl@s a sus propias limitaciones.

Prólogo
El texto que sigue pretende reemprender el debate sobre la organización desde una perspectiva anarquista. Tema viejo, siempre presente, nunca saldado, aunque existan quienes hayan encontrado la certeza en tal o cual modelo.

No te engañes, no encontrarás en las páginas que siguen ninguna novedad (maldita palabra de marketing), ya el siglo pasado se debatía en similares términos, ni tampoco recetas mágicas que nos ahorren el pensar y actuar, cuestionar, criticar y experimentar, si algo se intenta, es precisamente, incentivar esto mismo. Nos falta debate y comunicación, acción y experimentación, y nos sobran monotonías, certezas y modelos.

Estas “cuestiones de organización” son pretendidamente subjetivas e intencionadamente críticas.

Este texto que ya se define en el título como insurreccionalista por un tomar partido, surge del deseo de destruir lo existente y trata de indagar en los caminos que hagan posible la materialización de ese deseo, buscando desde la palabra el encuentro, en la palabra y la acción, con tod@s aquell@s induvidu@s insurgentes que mantienen viva la pasión demoledora de la libertad.

I. Siempre han existido dos tendencias visibles en el Movimiento Obrero. Una es tendencia etapista, que conservando las “victorias” parciales pretende fijarlas como peldaños ascendentes a la conquista del cielo. Otra es tendencia insurreccional que hace del presente momento mismo de posibilidad revolucionaria. En la práctica no han existido líneas precisas de demarcación de ambas tendencias. Las dos tendencias encuentran sus semejantes en el Movimiento libertario.

II. La tendencia etapista se define en la práctica de reivindicación como medio gradual de alcanzar transformaciones globales. Asumiendo la negociación con el Poder y posponiendo el enfrentamiento directo con éste. Fijando sus perspectivas revolucionarias en el futuro, trata de acumular en el presente el mayor número de adept@s a l@s cuales concienciar hasta que se den las condiciones (¿?) esenciales para un ideal asalto a los Palacios de Invierno. El crecimiento cuantitativo es consecuentemente su primer objetivo.

Este tendencia se ha organizado históricamente en estructuras clásicas (partidos, sindicatos, etc). La estructura clásica es representativa en tanto se erige en representante material o espiritual no sólo de sus miembr@s sino de todo el colectivo de explotad@s, convirtiéndose en el eje del “verdadero” movimiento proletario.

Desde aquí se impulsa y estimula la “conciencia de organización”, la pertenencia un grupo homogéneo por encima del/a individu@ del que se puede ser y con el cual te identificas y te identifican.

La estructura clásica, es estructura pesada que produce y reproduce aparatos burocráticos. Tiene sus comicios decisorios, comités representativos y ejecutivos, y un entramado de protocolos, vicios, y normativas.

Simbólicamente se concibe como guardián de la sangre de l@s mártires, del pasado glorioso, de los principios inamovibles. Estimulando el culto a la personalidad, bien sea del héroe/heroína muert@ o del/a destacad@ compañer@ viv@.

Las organizaciones pesadas son en si mismas conservadoras y tienden a preservarse en el tiempo a pesar que las coyunturas que las hicieran surgir se hayan modificado. Por ello una parte importante de su tiempo se dedica a realizar “análisis” y gestos que muestren la inefable necesidad “actualidad” del modelo organizativo. El resto de su tiempo se divide en las reivindicaciones concretas como forma de proselitismo; en la organización de la Organización llegándose al máximo de complejidad posible; y a la reproducción ideológica, teniendo en los referentes pasados una verificación de su existencia.

La tendencia etapista y las formas orgánicas que adopta nos muestran la permeabilidad en el Movimiento Obrero de los valores sistemáticos; la burocratización inherente a la organización pesada, la delegación del/a individu@ en el colectivo, el establecimiento de jerarquías difusas o regladas, la rentabilidad de la acción como valor de cambio, la acción como mercancía, la asunción de límites y programas mínimos, el reconocimiento del Poder como mediador a través de la negociación…

III. En el Movimiento Libertario se da, como reflejo del Movimiento Obrero, la tendencia etapista.

Esta tendencia cristaliza el modelo organizativo clásico compuesto por la organziación de masas, las organizaciones específicas y las organizaciones pantalla de tipo juvenil, de mujeres, culturales, etc.

Este modelo surgido a principios del siglo XX tiene un sentido lógico en el momento de su aparición, de crisis y reestructuración capitalista. En el se conjuga en forma de contradicción tanto la necesidad y deseo de autoorganización proletaria, como el reflejo de los cambios en curso que conducen a un nuevo modelo de acumulación capitalista.

En el desarrollo de este modelo se enfrentan y complementan las dos tendencias anunciadas. Por un lado se da la práctica reivindicativa de la tendencia etapista que consolida la estrutura pesada y las nacientes burocracias. Por otro lado se producen explosiones insurreccionales que rompen el etapismo y superan a la organización pesada en un sentido positivo.

La conyuntura histórica de crisis capitalista propicia tal contradicción. Esta puede observarse en la revolución española. Mientras las masas proletarias alentadas por la CNT-FAI desencadenan una revolución sin precedentes generando sus propios organismos autogestionarios, éstas serán a su vez, frenadas y estranguladas por la burocracia de la misma CNT-FAI, que no encontrará dificultades en alinearse con las otras burocracias “obreras” en organismos interclasistas, lo cual será justificado como “necesidad histórica”. El epílogo es la derrota del Movimiento Obrero insuficientemente fuerte y autónomo para anular y superar en la práctica insurreccional a sus propias organizaciones representativas.

IV. La tendencia insurreccional del movimiento obrero, no se identifica con formas regladas de organización sino a través de la práctica del ataque directo al Poder sin admitir negociación, diálogo o intermediario alguno con éste. Encuentra su razón de ser y extracción teórica en la acción colectiva o individual del proletariado consciente, que se revuelve contra los aparatos de dominación.

Su objetivo presente e inmediato es la destrucción de dichos aparatos.

La materialización de esta tendencia en el movimiento de masas, surge en todos los momentos de lucha directa que superan la mera reivindicación y se hacen dueñ@s de su propia vida y construcción histórica.

Nacen, en y desde el enfrentamiento y tienen en él su sentido, generando situaciones concretas de destrucción de lo existente y creación de realidades autogestionarias.

Las organizaciones gestadas en el movimiento insureccional de masas, sólo tienen su razón de ser en el instante concreto de la revuelta generalizada. Su construcción a priori o su mantenimiento posterior sólo las conduce a la practica reivindicativa y/o a la recuperación sistemática.

Desde l@s luditas a la insurrección albanesa encontramos las señas de identidad de esta tendencia donde explorar las posibilidades, siempre presentes, de su materialización actual.

V. La tendencia insurreccional del movimiento obrero ha tenido entre l@s libertari@s (incluyendo en este término a todos aquellos movimientos nominados o innominados que han desarrollado una práctica antiautoritaria y revolucionaria) a sus mayores animadores e impulsores. El enfrentamiento directo con el Poder y el deseo de destrucción inmediata de éste, son consustanciales al pensamiento y la práctica libertaria, que rechaza las “políticas de fase” y las representaciones simbólicas.

Si bien la plasmación de esta tendencia en el movimiento libertario no ha tenido las repercusiones “espectaculares” que ha podido tener la tendencia etapista, ella está presente en toda la historia libertaria con una práctica visible generadora de tensiones en el seno del movimiento libertario y del movimiento obrero. Sus reediciones más palpables corren parejas al desarrollo del movimiento obrero insurreccional y encuentran su fusión con éste a través de la catarsis revolucionaria.

El hecho de que el movimiento insurreccional libertario no tenga la magnitud espectacular del movimiento anarquista etapista se debe a sus mismas características. El movimiento insurreccional libertario no mantiene formas de organización pesadas, ni basa su acción en la acomulación cuantitativa, ni se erige en representante de nadie. No posee pues referencias estructurales palpables y sus señas de identidad siguen el curso del enfrentamiento directo y espontáneo del proletariado mientras éste no cae en la manipulación y recuperación de los aparatos burocráticos de las estructuas clásicas. Es, en consecuencia, un movimiento difuso, mayormente tangible en los momentos álgidos de insurrección de masas pero que perdura en los periodos de reflujo revolucionario en las mil y una formas que adquiere la revuelta (sabotajes, expropiaciones, absentismo,…).

Esta tendencia no se restringe tan sólo al hecho violento de la acción directa sino que como movimiento anarquista etapista, también se dota de medios formales de propaganda pero a diferencia de los otros tales medios sólo son herramientas para avanzar hacia el enfrentamiento y profundizar en la lucha insurreccional de las masas.

VI. Dos fenómenos son reseñables:

1. Que la tendencia etapista en el movimiento libertaria siente como un peligro la existencia del movimiento anarquista insurreccional. Pistoler@s, delincuentes, aventurer@s, provocadores, infiltrad@s, psicópatas, son algunos de los adjetivos que tanto el Poder como el/la “revolucionari@” etapista dedican a l@s insurgentes y aunque el etapista pueda admitir e incluso aplaudir la insurgencia lejana (en el tiempo o en el espacio) no la aceptará en el aquí y ahora.

Sus miedos están justificados. La verificación práctica del hecho insurreccional pone en peligro la propia estructura conservadora del/a “revolucionari@” etapista a salvo del enfrentamiento en su feudo ideológico desde donde se puede lucir la pose “radical” sin riesgo de serlo y a la ver mantener pequeños y miserables reductos de poder reproducido en la forma de naturales jerarquías.

2. Ya no existen fronteras exactas entre ambas tendencias, la intensificación y el reflujo de las luchas hacen que la confluencia y la mezcla se den con frecuencia.

Así la frontera inexistente se cruza en ambas direcciones, demostrándonos la historia que el/la anarquista insurreccional encuentra su lógica en el movimiento obrero revolucionario cuando éste se desata de l@s recuperador@s, mientras el/la anarquista etapista ha mostrado en el pasado su facilidad para trazar alianzas con las organziaciones clásicas del movimiento obrero.

VII. La etiqueta insurreccionalista otorgada por un@s y autoasumida por algun@s no deja de ser más que eso, una etiqueta, que corre el riesgo de petrificarse en seudoideología si no se profundiza en el ámbito teórico y práctico de la intervención insurreccional. Más allá de la posible moda que pueda suponer esta “novedad”(¿qué novedad?) para aquellos que idealizan sus aspectos más morbosos y ficticios (principalmente el uso de la violencia como estrategia revolucionaria) y que basándose en un inmediatismo voluntarista poco argumentado desprecien el papel de la críticia. Si de los debates surgidos de la prácticas insurreccionales sólo valoramos las formas no tardarán en aparecer quienes suscriban un nuevo -ismo que les ahorra pensar.

VIII. Desde lo que (no) hay, en el pobre panorama libertaria actual nos encontramos con un número creciente (creciente por la dinámica escisionista en que se ve envuelto que evidencia su debilidad) de organizaciones pesadas que se reclaman libertarias desde muy distintos ámbitos. Unas se aproximan más que otras al reformismo y otros se revuelcan en el indecorosamente, mientras algunas nadan en el ostracismo absoluto que no lleva a ningún sitio.

De las diferentes familias anarcosindicalistas a los “autonomistas organizados” se nos ofrece un arco iris de posibilidades perdidas en los trayectos de la política reivindicativa etapista.

Sus diferencias teóricas ante un inexistente auditorio sólo evidencian sus compartidas miserias, la imposibilidad de destruir o contribuir a la destrucción de la miseria realmente existente y su inconsciente contribución a ésta.

Sin un movimiento revolucionario a la vista pretenden suplantarlo a partir de un crecimiento cuantitativo que l@s convierta en la organización guía de las masas, dejándolo todo postergado a un futuro inexistente en el que vuelvan a producirse las “condiciones objetivas” de un pasado mitificado. El enfrentamiento con la realidad se hace en consecuencia imposible.

Ni el 17, ni el 36, ni el 68, ni el 77 van a volver por más que copiemos las organizaciones que en esos momentos se dieron, hecho que demuestra que en lugar de aprender de los hechos históricos sólo hemos sido capaces de imitar sus carcasas.

Sobran mitologías ortopédicas y mentiras complacientes y faltan autocrítica, acción y objetivos concretos para el ahora, desde donde proyectar todas esas ganas frustradas de rebelión que estando presentes se ahogan en los pudrideros de las “viejas y nuevas” estructuras.

IX. Tres afirmaciones sobre el tiempo presente:
1. El proletariado no ha sido abolido. Ha modificado su composición en el transcurso de las reestructuraciones capitalistas convirtiéndose en sujeto menos perceptible más irreconocible. Sin embargo, es creciente, a la par que su descomposición como sujeto unitario, la existencia de una mayoría explotada, privada de todo poder de decisión sobre sus vidas.

2. El capitalismo sigue desarrollando sus alienaciones. Éstas ya no están sólo sujetas al modelo productivo que tiene su eje en la fábrica y el trabajo centralizado. En el momento en el que el capitalismo ha convertido toda actividad humana en mercancía el trabajo represivo ha traspasado los muros del recinto fabril para abarcar todos los aspectos de la supervivencia social. La alienación es ahora global.

3. La posibilidad de revolución es una posibilidad presente. El problema teórico planteado hace un par de siglos por el socialismo no ha sido resuelto, tan sólo reestructurado, ahondándose en la contradicción inherente al sistema capitalista.

X. El objetivo revolucionario, pasa por incidir en tal contradicción que posibilita la generación de movimientos reales capaces de superar el estado actual de las cosas.

Ataquemos a través de la practica subversiva, la realidad cotidiana que tod@s l@s sometid@s a la dominación capitalista sentimos, aunque una gran mayoría vea esa realidad distorsionada por la reducción a espectáculo que el sistema hace de ella.

Utilicemos como estrategia el enfrentamiento continuado. Donde y cuando l@s individu@s insurrect@s decidan, desde una perspectiva global que no admite dialogo alguno con el Poder.

Salir a la calle a perturbar el miserable y embrutecedor orden de las cosas haciendo visible la brutalidad sistemática que tod@s percibimos esencialmente.

Desatar nuestra rabia es un objetivo posible en el aquí y ahora, unir nuestra rabia a la de nuestr@s iguales será una necesidad ineludible.

XI. El ataque es la acción colectiva o individual contra la cotidianidad, sin necesidad de excusas en forma de acontecimientos mediáticos teledirigidos por el Poder.

No es necesaria ninguna masacre televisada para atacar. Protestas dirigidas contra tal o cual fenómeno parcial sólo evidencian la manipulación folclórica de éstas, que eluden la globalidad del enfrentamiento, reduciéndose la protesta a un consentido desahogo vacío.

El ataque muestra sus pretensiones destructivas de la totalidad porque el objeto atacado es tan sólo una excusa para cuestionar lo existente. Es, en consecuencia, irrecuperable.

XII. La violencia es un aspecto secundario en el ataque, no su razón de ser. El ataque es toda forma de destrucción de lo existente de donde parte la posibilidad de generar nuevos nodos de creatividad.

La creación-destrucción es un proceso que se retroalimenta en el transcurso de la lucha.

XIII. La organización informal es una vía óptima para la organización del ataque anarquista. La organización informal no se basa en estructuras clásicas y pesadas sino que se adapta al momento y la voluntad de acción de l@s insurrect@s, no supeditando sus deseos a la estructura y su programa.

La organización informal se da a través de la afinidad entre individu@s y grupos tiene en ésta, y sólo en ella, su nexo de unión y la formación de un tejido orgánico nunca acabado, siempre en movimiento.

La organización informal se da en el territorio y puede ser tan extensa como de sí la afinidad, no estando sus miembrxs sujetxs a mayores compromisos que los adquiridos voluntariamente y siendo su cohesión tan fuerte como sea la pasión compartida por destruir el Poder.

No poseyendo órganos ni comicios de decisión a ésta se llega desde el encuentro, la comunicación, el debate y la acción. Los hechos nos dan las claves de la afinidad con nuestr@s iguales.

No cabe duda que hemos de encontrarnos con todos aquellos grupos e individu@s, con los que, aún sin saberlo, estamos recorriendo el mismo camino.

XIV. El militantismo es la antítesis de la responsabilidad individual. El primero es sometimiento a la ideología y a la organización, es martirio, acción separada de la vida, alienación. El segundo es acción vivida y compartida, ruptura de la alienación liberación del deseo.

Superamos el militantismo cuando nos hacemos responsables de nuestros actos por muchos esfuerzos que nos supongan.

La organización informal anarquista es la organización de individuxs responsables no de militantes.

XV. La organización informal tiene una necesidad de autonomía extrema ya que su propia composición es autónoma, de la/el individu@ al grupo, del grupo a la red.

XVI. La organización informal tiene una necesidad de comunicación constante como un todo impreciso que piensa y actúa, que decide y lucha a un mismo tiempo. El acuerdo entre sus miembr@s se da de forma natural y es fruto de las necesidades sentidas y la responsabilidad individual.

XVII. La organización informal tiene una necesidad de autocrítica implacable. Siendo su propia existencia una crítica práctica al miserabilismo impuesto por la falsa paz social, se hace imprescindible el análisis de sus actos sin buscar la autocomplaciencia, evitando la fosilización y recuperación sistemática, recuperación que es la primera forma represiva del sistema contra las potencialidades revolucionarias.

Todo es cuestionable y susceptible de crítica, no hay recetas mágicas. A partir de aquí la práctica ratifica o no la teoría y viceversa, evitándose caer en la reproducción de estereotipos y modelos ideológicos y cuestionando todo apriorismo y mistificación.

XVIII. La organización informal tiene necesidad de espacios autogestionarios en el territorio desde donde operar, experimentar y encontrarse l@s individu@s, grupos e iniciativas insurgentes. Espacios que ya de por sí, supongan ruptura y ataque contra el sistema y desde donde se construyan situaciones reales de autogestión libertaria.

XIX. La organización informal tiene la necesidad de impulsar redes de comunicación, debate y difusión de ideas. Redes que cubran la necesidad de comunicación directa entre l@s insurgentes y las diferentes luchas en curso, sin caer en la contrainformación (interpretación y transmisión de noticias sin más) y/o transmisión ideológica (venta de un modelo a imitar) que vendría a ser el reverso de la información y/o transmisión ideológica oficial (en escala diminuta) pero en sus mismos parámetros alienantes.

XX. La organización informal tiene la necesidad de dotarse de medios materiales para combatir la represión. La solidaridad con l@s represaliad@s ha de ser una constante prioritaria puesto que es la única defensa de la/el revolucionari@. La solidaridad con l@s compañer@s represaliad@s no puede quedarse en una pose o una actividad circunstancial.

XXI. Al hilo de lo expuesto, la organización informal evita y combate la reproducción en su seno de relaciones sociales capitalistas y es generadora de relaciones sociales comunistas y realidad latente, en el aquí y el ahora, de la sociedad libertaria.

XXII. Las necesidades de la organización informal no son un catecismo preestablecido que ha de ser cumplido obligatoriamente punto por punto. Se trata de necesidades que se dan en el transcurso de la lucha y que pueden adoptar formas diversas y variables, si bien, en esencia, son consustanciales al desarrollo positivo del proceso. Ninguna necesidad verdadera surge de forma provocada y ninguna es superior a otra, sino que estas aparecen como necesarias por la propia dinámica del enfrentamiento.

XXIII. La organización informal no es organización separada de las luchas, ni superior o guía de éstas. Es parte consciente de la tendencia insurreccional del movimiento de l@s explotad@s y participe de las luchas sociales. No renunciando en los periodos de reflujo y falsa paz social al enfrentamiento y fusionándose de forma natural en los movimientos autónomos de clase cuando estos se desarrollan en dirección insurreccional.

XXIV. Pese a quien afirma lo contrario la organización informal es organización. Desde l@s etapistas organizacionistas, para quienes toda acción ha de pasar primero por acabar la siempre inconclusa organización perfecta, hasta l@s individualist@s, incapaces de articular cualquier actividad en compañía de otr@s y en consecuencia instalad@s en la crítica y en el güetto de sus propias ilusiones, la gama de opositor@s teóric@s y práctic@s al desarrollo de la organización informal como organización y no como mera formalidad va desde sus detractor@s más acérrim@s a sus supuest@s precursor@s más teóric@s.

XXV. La mistificación cuantitativa pasa en la actualidad por dos caras de una misma moneda. La de quienes necesitan de la acumulación significativa de parroquian@s para decidirse ha hacer algo que vaya más haya de las rutinas simbólicas y las de los que sólo son capaces de “hacer” desde las capillas grupusculares suponiendo que estas son la garantía para prevenir los males de los que se acusa a las organizaciones pesadas. Si l@s primer@s quedan instalados en el limbo, l@s segund@s tampoco llegan más lejos puesto que las limitaciones que suponen al actuar colectivo les aparta irremediablemente de la intervención social y de los hipotéticos movimientos de masas adoptando poco a poco la conciencia de vanguardia voluntarista, y me refiero intencionadamente a movimientos de masas por el miedo de algun@s a tal término.

Si la organización informal no es organización separada debe partir, buscar y concluir en el movimiento de l@s explotad@s y extender su práctica-teoría en y desde la realidad de las luchas y no desde ilusorias barricadas y fantasiosas clandestinidades con afanes tan meritorios como suicidas. La organización informal debería ser el aglutinante de la tendencia insurreccional del movimiento de l@s explotad@s en su propio seno en lugar de otro factor de dispersión.

En cualquier caso el número chico no vacuna de los males achacables a la organziación pesada (delegacionismo, organizacionismo, burocratización,…). Como prueba basta echar un vistazo a los grupitos de nuestro alrededor involucrados siempre en sus asfixiantes dinámicas.

XXVI. Los movimientos sociales autónomos son organismos populares que responden a necesidades sentidas. Se desarrollan al margen de los aparatos de recuperación del Poder, manifestándose en las prácticas de la autogestión y de la acción directa.

XXVII. Los movimientos sociales autónomos surgen como negación de aspectos concretos y cotidianos de la explotación capitalista. Su objetivo es destruir tal aspecto, atacar un aparato del Poder. En consecuencia tienen una limitación en el espacio-tiempo.

XXVIII. Si el movimiento autónomo incide en el ataque y la práctica insurreccional, tiende a radicalizarse adquiriendo una cosmovisión de la realidad, buscando en tal caso nexos de unión con otros movimientos similares y alcanzando un pensar y actuar global.

XXIX. La creación de situaciones insurreccionales difusas por parte de los movimientos autónomos, su conexión, cohesión, amplificación y radicalización transforma los momentos efímeros de revuelta en momentos de revolución y autogestión generalizada. Los movimientos autónomos se transforman por la vía insurreccional en movimiento revolucionario.

XXX. Los movimientos sociales difieren de los movimientos sociales reformistas en que estos últimos basan su acción en la reivindicación parcial, lo cual no niega la dominación capitalista, simplemente demandan de esta una cesión de poder un servicion concreto insatisfecho.

En la práctica no es fácil diferenciar entre uno y otro y es su propia evolución, en muchos casos, y las circunstancias que los envuelven las que nos darán las claves para su reconocimiento.

XXXI. Hay que distinguir entre movimiento autónomo como práctica autónoma del proletariado y organización autónoma como estructura ideologizada que pretende suplantar al movimiento mitificándolo y vaciándolo de contenido.

La ideología no es autónoma, está sujeta a sus propias limitaciones, es falsificación de la realidad.

Sólo la crítica y la acción pueden ser autónomas.

Epílogo.

Lo expuesto en estas tesis no tratan de expresar el deseo de un modelo organizativo. Tratan de indagar desde la crítica las líneas generales que ayuden a superar el estado actual de las cosas. Como se ha dicho esto no es un catecismo. Existen formas dispares de actuar y hacer y diversos caminos que tomar, siendo imposible preestablecerlos sin caer en ficciones ideológicas.

Pero si bien es cierto que existen formas dispares de actuar y diversos caminos que experimentar, sólo existe uno para el no hacer y ese ya lo conocemos.

Otoño de 1999.

Este texto fue publicado por Ediciones Piratillas (Alicante) en marzo de 2001.

Ai ferri corti


Podemos traducirlo “En duelo a muerte con lo existente, sus defensores y sus falsos críticos”, no sin hacer ciertas aclaraciones semánticas que pueden ser de utilidad para entender esta locución tan interesante como difícil de traducir. La expresión “ai ferri corti con…” se usa para caracterizar un punto de no retorno, de ruptura inminente y violenta de una relación con algo/alguien. “Ferri corti” se usa para hablar de las armas blancas (podría ser “dagas” o “puñales” ) que constituían el último estadio de un típico duelo de los siglos pasados, la lucha con armas cortas, que se desarrollaba cuerpo a cuerpo y donde tenía especial importancia la destreza y rapidez de los contendientes, que luchaban para defender una cierta forma de honor. Todos estos núcleos forman parte de la constelación semántica de esta bella expresión.

I

“Cada uno puede terminar de regocijarse en la esclavitud de aquello que no conoce y, rechazando la turba de palabras vacías, entablar un duelo cuerpo a cuerpo con la vida.” C. Michelstaedter

La vida no es más que una búsqueda continua de algo a lo que aferrarse. Uno se levanta a la mañana para reencontrarse, un par de horas más tarde, de nuevo en la cama, tristes péndulos oscilando entre el vacío de deseos y el cansancio. El tiempo pasa, y nos gobierna con un aguijón que se va haciendo cada vez menos fastidioso. Las obligaciones sociales son un fardo que no parece doblegar nuestras espaldas porque lo llevamos con nosotros a donde sea. Obedecemos sin siquiera hacer el esfuerzo de decir que sí. La muerte se descuenta viviendo, escribía el poeta desde otra trinchera. Podemos vivir sin pasión y sin dueños, he aquí la gran libertad que esta sociedad nos ofrece. Podemos hablar sin frenos, en particular de aquello que no conocemos. Podemos expresar todas las opiniones del mundo, aún las más arriesgadas, y desaparecer detrás de sus sonidos. Podemos votar al candidato que preferimos, reclamando a cambio el derecho de lamentarnos. Podemos cambiar de canal en cualquier instante, toda vez que nos parezca que nos estamos volviendo dogmáticos. Podemos divertirnos en horas fijas y atravesar a velocidades siempre mayores ambientes tristemente idénticos. Podemos aparecer como jóvenes testarudos, antes de recibir helados golpes de sentido común. Podemos casarnos todas las veces que queramos, así de sagrado es el matrimonio. Podemos ocuparnos de infinidad de cosas útiles y, si no sabemos escribir, podemos convertirnos en periodistas. Podemos hacer política de mil modos, aun hablando de guerrillas exóticas. Tanto en la carrera como en los afectos, podemos ser excelsos en la obediencia, si es que no llegamos a mandar. También a fuerza de obediencia nos podemos convertir en mártires, y esta sociedad, en desmedro de las apariencias, todavía tiene tanta necesidad de héroes. Nuestra estupidez no parecerá por cierto más grande que la de los demás. Si no sabemos decidirnos, no importa, dejamos que elijan los otros. Luego tomaremos posición, como se dice en la jerga de la política y del espectáculo. Las justificaciones nunca faltan, sobre todo en un mundo de tan buena boca. En esta gran feria de roles cada uno de nosotros tiene un aliado fiel: el dinero. Democrático por excelencia, éste no mira a nadie a la cara. Gozando de su compañía no existe mercancía ni servicio alguno que no nos sean debidos. Quienquiera que sea su portador, ambiciona con la fuerza de una sociedad entera. Es cierto, este aliado nunca es suficiente y, sobre todo, nunca se da a todas las personas. Pero la suya es una jerarquía especial, que unifica en los valores aquello que es opuesto en las condiciones de vida. Cuando se lo posee, se tienen todas las razones. Cuando falta, se tienen no pocos atenuantes. Con un poco de ejercicio, podremos transcurrir días enteros sin una sola idea. Los ritmos cotidianos piensan en nuestro lugar. Del trabajo al “tiempo libre” , todo se desarrolla en la continuidad de la supervivencia. Tenemos siempre algo de que agarrarnos. En el fondo, la más estupefaciente característica de la sociedad actual es la de hacer convivir las “comodidades cotidianas” con una catástrofe al alcance de la mano. Junto a la administración tecnológica de lo existente, la economía progresa en la incontrolabilidad más irresponsable. Se pasa de las diversiones a las masacres de masa con la disciplinada inconciencia de gestos calculados. La compra-venta de muerte se extiende a todo el tiempo y a todo el espacio. El riesgo y el esfuerzo audaz no existen más; sólo existen la seguridad o el desastre, la rutina o la ruina. Salvados o hundidos. Vivos, jamás. Con un poco de práctica, podremos recorrer la calle de casa a la escuela, de la oficina al supermercado, del banco a la discoteca, con los ojos cerrados. Estamos realizando debidamente el proverbio de aquel viejo sabio griego: “también los que duermen rigen el orden del mundo”. Ha llegado la hora de romper con este nosotros, reflejo de la única comunidad actual, la de la autoridad y la mercancía. Una parte de esta sociedad tiene absoluto interés en que el orden siga reinando; la otra, en que todo se derrumbe lo más rápido posible. Decidir de qué parte estar es el primer paso. Pero por todos lados están los resignados, verdadera base del acuerdo entre las partes, los mejoradores de lo existente y sus falsos críticos. En todos lados, también en nuestra vida, que es el auténtico lugar de la guerra social, en nuestros deseos, en nuestra determinación así como en nuestros pequeñas, cotidianas sumisiones. Contra todo esto hay que acudir a las armas cortas , para sostener finalmente un duelo a muerte con la vida.

II

“Las cosas que es necesario haberlas aprendido para hacerlas, es haciéndolas que se las aprende.”
Aristóteles

El secreto es comenzar enserio. La organización social actual no sólo retrasa, sino que impide y corrompe toda práctica de libertad. Para aprender qué es la libertad, no cabe otra posibilidad que experimentarla, y para poder experimentarla hay que tener el tiempo y el espacio necesarios. La base fundamental de la acción libre es el diálogo. Ahora bien, dos son las condiciones de un auténtico discurso en común: un interés real de los individuos por las cuestiones abiertas a la discusión (problema de contenido) y una libre indagación de las posibles respuestas (problema del método). Estas dos condiciones deben realizarse contemporáneamente, desde el momento en que el contenido determina al método y viceversa. Se puede hablar de libertad sólo en libertad. Si no se es libre al responder, ¿para qué sirven las preguntas? El dialogo existe sólo cuando los individuos pueden hablar sin mediaciones, o sea cuando están en una relación de reciprocidad. Si el discurso se desarrolla en único sentido, no hay comunicación posible. Si alguno tiene el poder de imponer las preguntas, el contenido de estas últimas le será directamente funcional (y las respuestas llevarán en el método mismo el marco de la sujeción). A un súbdito sólo se le pueden hacer preguntas cuyas respuestas confirmen su rol de súbdito. Es desde este rol que el amo formulará las futuras preguntas. La esclavitud consiste en seguir respondiendo, puesto que las preguntas del amo se responden solas. Las investigaciones de mercado son, en este sentido, idénticas a las elecciones. La soberanía del elector se corresponde con la soberanía del consumidor, y viceversa. Cuando la pasividad televisiva necesita justificarse, se hace llamar audiencia; cuando el Estado tiene la necesidad de legitimar su poder, se hace llamar pueblo soberano. Tanto en un caso como en el otro, los individuos no son otra cosa que rehenes de un mecanismo que les concede el derecho de hablar después de haberlos privado de la facultad de hacerlo. Cuando se puede elegir solamente entre un candidato u otro, ¿qué queda del diálogo? Cuando se puede elegir sólo entre mercancía y programas televisivos diferentemente idénticos, ¿qué queda de la comunicación? Los contenidos de las cuestiones devienen insignificantes porque el método es falso.“Nada se asemeja más a un representante de la burguesía que un representante del proletariado”, escribía en 1907 Sorel. Aquello que los hacia idénticos era el hecho de ser, precisamente, representantes. Decir hoy lo mismo de un candidato de derecha y un candidato de izquierda no es ni más ni menos que una trivialidad. Los políticos, sin embargo, no tienen necesidad de ser originales (de esto se ocupan los publicitarios), basta que sepan administrar tales trivialidades. La terrible ironía es que los mass media son definidos como medios de comunicación y la feria del voto es llamada elección (o sea elección en un fuerte sentido, decisión libre y consciente). El punto es que el poder no admite ninguna gestión diferente. Aun queriéndolo (lo que nos lleva ya hacia una plena “utopía” , para imitar el lenguaje de los realistas), nada importante puede ser pedido a los electores, desde el momento en que el único acto libre que éstos podrían cumplir -la única elección autentica- sería dejar de votar. El que vota anhela preguntas insignificantes, ya que las preguntas auténticas excluyen la pasividad y la delegación.

Nos explicamos mejor. Supongamos que se pida a través de un referéndum la abolición del capitalismo (dejemos de lado el hecho de tal demanda, dadas las actuales relaciones sociales, es imposible). Seguramente la mayoría de los electores votaría por el capitalismo, por el simple hecho de que no se puede imaginar un mundo sin mercancías y sin dinero saliendo tranquilamente de casa, de la oficina o de un supermercado. Pero si todavía votase en contra nada cambiaría, porque una demanda de este tipo debe excluir a los electores para permanecer auténtica. Una sociedad entera no puede cambiar por decreto. El mismo razonamiento se puede hacer para demandas menos extremas. Tomemos el ejemplo de un barrio. Si los habitantes pudiesen (otra vez nos encontramos en plena “utopía”) expresarse sobre la organización de los espacios de sus vidas (casas, calles, plazas, etc.), ¿qué sucedería? Digamos enseguida que la elección de los habitantes sería en principio inevitablemente limitada, siendo los barrios resultado del desplazamiento y de la concentración de la población en relación con las necesidades de la economía y del control social. Tratemos a pesar de todo de imaginar otra organización de estos guettos. Sin temor a ser desmentidos, se puede afirmar que la mayoría de la población tendría al respecto las mimas ideas que la policía. Si así no fuese (si una aun limitada práctica del diálogo provocase el surgimiento del deseo de nuevos ambientes), sobrevendría la explosión del guetto. ¿Cómo conciliar, manteniendo constante el orden social presente, el interés del constructor de autos y las ganas de respirar de los habitantes, la libre circulación de los individuos y el miedo de los propietarios de los negocios de lujo, los espacios de juego de los niños y el cemento de los estacionamiento, de los bancos y de los centros comerciales? ¿Y todas las casas vacías dejadas en manos de la especulación? ¿Y los condominios que se asemejan terriblemente a los cuarteles que se asemejan terriblemente a las escuelas que se asemejan terriblemente a los hospitales que se asemejan terriblemente a los manicomios? Desplazar un pequeño muro de este laberinto de horrores significa poner en juego el proyecto entero.

Cuanto más se aleja uno de la mirada policial sobre el ambiente, más se acerca al choque con la policía. “¿Cómo pensar libremente a la sombra de una capilla?”, escribió una mano anónima sobre el espacio sagrado de la Sorbona durante el Mayo Francés. Este impecable interrogante tiene un alcance general. Cada ambiente pensado económica y religiosamente no puede más que imponer deseos económicos y religiosos. Una iglesia excomulgada sigue siendo la casa de dios. En un centro comercial abandonado siguen conversando las mercancías. El patio de un cuartel fuera de uso, todavía contiene el paso militar. Este sentido tenía razón quien decía que la destrucción de la Bastilla fue un acto de psicología social aplicada. Ninguna bastilla podría ser tratada de otro modo, porque sus muros seguirían relatando una historia de cuerpos y deseos prisioneros. El tiempo de las prestaciones, de las obligaciones y del aburrimiento desposa a los espacios del consumo en bodas incesantes y fúnebres. El trabajo reproduce el ambiente social que reproduce la resignación al trabajo. Se aman las noches frente al televisor porque se ha pasado todo el día en la oficina o en el subte. Estar callados en la fábrica transforma a los gritos del estadio en una gran promesa de felicidad. La sensación de culpa en la escuela reivindica la irresponsabilidad idiota del sábado a la noche en la discoteca. La publicidad del Club Med hace soñar sólo a ojos salidos de un Mc Donald´s. Etcétera. Hay que saber experimentar la libertad para ser libres. Hay que liberarse para poder hacer experiencia de la libertad. En el interior del orden social presente, el tiempo y el espacio impiden la experiencia de la libertad porque sofocan la libertad de la experiencia.

III

“Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la inteligencia”
W. Blake

Solo trastornando los imperativos del tiempo y del espacio social pueden imaginar nuevas relaciones y nuevos ambientes. El viejo filósofo decía que se desea sólo sobre la base de aquello que se conoce. Los deseos pueden cambiar sólo si se cambia la vida que los hace nacer. Para hablar claro, la insurrección contra los tiempos y lugares del poder es una necesidad material y al mismo tiempo psicológica. Bakunin decía que las revoluciones son realizadas por tres cuartos de fantasía y por un cuarto de realidad. Lo que importa es entender dónde nace la fantasía que hace estallar la revuelta generalizada. El desencadenamiento de todas las malas pasiones, como decía el revolucionario ruso, es la fuerza irresistible de la transformación. Por más que todo esto puede hacer sonreír a los resignados o a los fríos analistas de los movimientos históricos del capital, podemos decir -si dicha jerga no nos indigestara- que una idea tal de la revolución es extremadamente moderna. Malas, las pasiones lo son en tanto prisioneras, sofocadas por una normalidad que es el más frío de los gélidos monstruos. Pero malas también lo son porque la voluntad de vida, antes que desaparecer bajo el peso de deberes y máscaras, se transforma en su contrario. Sometida a las obligaciones cotidianas, la vida se niega una y otra vez a sí misma y reaparece en la figura de esclavo; ante la búsqueda desesperada de espacio, ella se hace presencia onírica, contracción física, tic nervioso, violencia idiota y gregaria. ¿Lo insoportable de las actuales condiciones de vida no es quizás testimoniado por la masiva difusión de psicofármacos, esta nueva intervención del Estado social? El dominio administra en todas partes la cautividad [cattivitá], justificando aquello que en cambio es un producto suyo, la maldad [cattiveria]. La insurrección hace las cuentas con ambas. Si no quiere engañarse a sí mismo y a los otros, quién quiera combata por la demolición del presente edificio social no puede esconder que la subversión es un juego de fuerzas salvajes y bárbaras. Algunos los llamaba Cosacos, algún otro patotas, a fin de cuentas son los individuos a quienes la paz social no les ha quitado la ira. ¿Pero cómo crear una nueva comunidad a partir de la cólera? Terminemos de una vez por todas con los ilusionismos de la dialéctica. Los explotados no son portadores de ningún proyecto positivo, así fuese la sociedad sin clases- (todo esto se parece muy de cerca al esquema productivo). Su única comunidad es el capital, del cual pueden escapar sólo a condición de destruir todo aquello que los hace existir como explotados: salario, mercancía, roles y jerarquías. El capitalismo no sienta en absoluto las bases de su propia superación hacia el comunismo -la famosa burguesía “que forja las armas que le darán su muerte”-, antes bien las bases de un mundo de horrores. Los explotados no tienen nada que autogestionar, a excepción de su propia negación como explotados. Sólo así junto a ellos desaparecerán sus amos, sus guías, sus apologetas acicalados de las más diversas maneras. En esta “inmensa obra de demolición urgente” debe encontrarse, cuando antes, la alegría. “Bárbaro”, para los Griegos, no significaba sólo “extranjero”, sino también “balbuceante”, tal como definía con desprecio a aquel que no hablaba correctamente la lengua de la polis. Lenguaje y territorio son dos realidades inseparables. La ley fija los límites que el orden de los Nombres hace respetar. Todo poder tiene sus bárbaros, todo discurso democrático tiene sus propios balbuceantes tartamudos. La sociedad de la mercancía, con la expulsión y el silencio, pretende hacer su obstinada presencia una nada. Y sobre esta nada la revuelta ha fundado su causa. La exclusión y las colonias internas, ninguna ideología del dialogo y de la participación jamás podrá enmascararlas del todo. Cuando la violencia cotidiana del Estado y de la economía hace estallar la parte mala, no podemos sorprendernos si alguien pone los pies sobre la mesa y no acepta discusiones. Sólo entonces las pasiones se sacan de encima un mundo que se derrumba de muerte. Los Bárbaros están a la vuelta de la esquina.

IV

“Debemos abandonar todo modelo y estudiar nuestras posibilidades”
E. A. Poe

Necesidad de la insurrección. Necesidad, obviamente, no en el sentido de ineluctabilidad (un suceso que antes o después debe suceder), sino en el sentido de condición concreta de una posibilidad. Necesidad de lo posible. El dinero en esta sociedad es necesario. Una vida sin dinero es posible. Para hacer experiencia de esto es necesario destruir esta sociedad. Hoy se puede hacer experiencia sólo de aquello que es socialmente necesario. Curiosamente, aquellos que consideran a la insurrección como un trágico error (o también, según los gustos, como un irrealizable sueño romántico), hablan mucho de acción social y de espacios de libertad para experimentar. Sin embargo, basta retorcer un poco razonamientos de este tipo para que salga todo el jugo. Para actuar libremente es necesario, como se ha dicho, hablarse sin mediaciones. Y entonces que se nos diga: ¿sobre qué cosa, cuánto y dónde se puede dialogar actualmente? Para discutir libremente se debe arrancar tiempo y espacio de los imperativos sociales. En suma, el diálogo es inseparable de la lucha. Es inseparable materialmente (para hablarnos debemos substraernos del tiempo impuesto y aferrarnos a los espacios posibles) y psicológicamente (los individuos aman hablar de aquello que hacen porque sólo entonces las palabras transforman la realidad). Lo que se olvida es que vivimos todos en un guetto, aun si no pagamos el alquiler de casa o si nuestro calendario cuenta con muchos domingos. Si no logramos destruir este guetto, la libertad de experiencia se reduce a algo bien miserable. Muchos libertarios piensan que el cambio de la sociedad puede y debe acontecer gradualmente, sin una ruptura repentina. Por eso hablan de “esferas publicas no estatales” donde elaborar nuevas ideas y nuevas prácticas. Dejando de lado los aspectos decididamente cómicos de la cuestión (¿dónde no hay estado? ¿Cómo ponerlo entre paréntesis?), lo que se puede notar es que el referente ideal de estos discursos sigue siendo el método autogestionario y federalista experimentando por los subversivos en algunos momentos históricos (la Comuna de París, la España revolucionaria, la Comuna de Budapest, etcétera). El pequeño pormenor que se descuida, sin embargo, es que la posibilidad de hablarse y de cambiar la realidad, los rebeldes la han tomado con las armas. En definitiva se olvida de un pequeño detalle: la insurrección. No se pude descontextualizar un método (la asamblea de barrio, la decisión directa, la conexión horizontal, etcétera) del marco que lo ha hecho posible, ni mucho menos enfrentar esto contra aquello (con razonamientos del tipo “no sirve atacar al Estado, se necesita autorganizarse, concretizar la utopía”). Aun antes de considerar, por ejemplo, qué han significado -y qué podrían significar hoy- los Consejos proletarios, hace falta considerar las condiciones en las cuales nacieron (1905 en Rusia, 1918-1921 en Alemania y en Italia, etcétera). Se ha tratado de momentos insurreccionales. Que alguien nos explique cómo es posible, hoy, que los explotados decidan en primera persona sobre cuestiones de una cierta importancia sin romper por la fuerza la normalidad social; después se podrá hablar de autogestión y de federalismo. Antes de discutir sobre qué quiere decir autogestionar las actuales estructuras productivas “después de la revolución”, se necesita afirmar una trivialidad de base: los patrones y la policía no estarían de acuerdo. No se puede discutir acerca de una posibilidad descuidando las condiciones que la hacen concreta. Toda Hipótesis de liberación está ligada a la ruptura con la sociedad actual. Hagamos un último ejemplo. También en un ámbito libertario se habla de democracia directa. Se puede responder de inmediato que la utopía anarquista se opone al método de la decisión por mayoría. Correctísimo. Pero el punto es que ninguno habla concretamente de democracia directa. Dejando de lado a aquellos que entienden por democracia directa su exacto contrario, es decir la constitución de listas cívicas y la participación en las elecciones municipales, tomemos a quienes imaginan reales asambleas ciudadanas en las cuales hablarse sin mediaciones. ¿Sobre qué cosas se podrían expresar a los susodichos ciudadanos? ¿Cómo podrían responder de otro modo sin cambiar al mismo tiempo las preguntas? ¿Cómo mantener la distinción entre una supuesta libertad política y las actuales condiciones económicas, sociales y tecnológicas? En suma, a pesar de todos los rodeos que demos alrededor de este asunto, el problema de la destrucción queda. A menos que no se piense que una sociedad centralizada tecnológicamente pueda ser al mismo tiempo federalista; o también que pueda existir la autogestión generalizada en auténticas prisiones, como son las ciudades actuales. Decir que todo esto se cambia gradualmente significa sólo mezclar pésimamente las cartas. Sin una revuelta generalizada no se puede comenzar cambio alguno. La insurrección es la totalidad de las relaciones sociales que, no ya enmascarada por las especializaciones del capital, se abre a la aventura de libertad. La insurrección por sí sola no da respuestas, es verdad, sólo empieza a hacer las preguntas. El punto entonces no es actuar gradualmente o actuar aventurerísticamente. El punto es: actuar o soñar con hacerlo. La crítica de la democracia directa (para seguir con el ejemplo) debe considerar a esta última en su dimensión concreta. Sólo así se puede ir más allá, pensando cuáles son las bases sociales de la autonomía individual. Sólo así este mas allá puede transformarse de inmediato en método de lucha. Hoy los subversivos se encuentran en la situación de tener que criticar las hipótesis ajenas definiéndolas de un modo más correcto del que lo hacen sus propios sostenedores. Para afilar mejor las propias armas.

V

“Es una verdad axiomática, de perogrullo, que la revolución no se puede hacer sino cuando hay fuerzas suficientes para hacerla. Pero es una verdad histórica que las fuerzas que determinan la evolución y las revoluciones sociales no se calculan en las grillas de los censos”
E. Malatesta

La idea de la posibilidad de una transformación social hoy no está de moda. Las “masas”, se dice, están totalmente dormidas e integradas a las normas sociales. De una similar constatación se pude extraer por lo menos dos conclusiones: la revuelta no es posible; la revuelta es posible sólo si se trata de unos pocos. La primera conclusión puede a su vez descomponerse en un discurso abiertamente institucional (necesidad de elecciones, de las conquistas legales, etcétera) y en otro de reformismo social (autoorganización sindical, luchas por los derechos colectivos, etcétera). De la misma manera, la segunda conclusión puede fundar tanto un discurso vanguardista clásico como un discurso antiautoritario de agitación permanente. A modo de premisa se puede hacer notar que, en el curso de la historia, ciertas hipótesis aparentemente opuestas han compartido un fundamento común. Si se toma, por ejemplo, la posición entre socialdemocracia y bolchevismo, resulta claro ambas partían del presupuesto de que las masas no tienen una conciencia revolucionaria y que por lo tanto deben ser dirigidas. Socialdemócratas y bolcheviques diferían sólo en el método -partido reformista o partido revolucionario; estrategia parlamentaria o conquista violenta del poder- con el cual aplicar un idéntico programa: apartar desde el exterior la conciencia a los explotados. Tomemos la hipótesis de una práctica subversiva “minoritaria” que rechaza el modelo leninista. Desde una perspectiva libertaria, o bien se abandona todo discurso insurreccional (a favor de una revuelta declaradamente solitaria), o bien, más tarde o más temprano se necesitará también plantear el problema del alcance social de las propias ideas y de las propias prácticas. Si no se quiere resolver la cuestión en el ámbito de los milagros lingüísticos (por ejemplo diciendo que la tesis que se sostienen están ya en la cabeza de los explotados, o que la propia rebelión es ya parte de una condición difundida) se impone de hecho un dato: estamos aislados -lo que quiere decir: somos pocos-. Actuar siendo pocos no sólo no constituye un límite, sino que representa un modo distinto de pensar la transformación social misma. Los libertarios son los únicos que imaginan una dimensión de vida colectiva no subordinada a la existencia de centros directivos.

La auténtica hipótesis federalista es la idea que hace posible el acuerdo entre las libres uniones de los individuos. Las relaciones de afinidad son un modo de concebir la unión, ya no sobre las base de la ideología y de la adhesión cuantitativa, si no a partir de la conciencia recíproca, de la confianza y de la comunidad de pasiones proyectuales. Pero la afinidad en los proyectos y la autonomía de la acción individual no tienen sentido sino pueden ensancharse sin ser sacrificadas a supuestas necesidades superiores. La unión horizontal es aquello que concretiza cualquier práctica de la liberación: una unión informal, de hecho, capas de romper con toda la representación. Una sociedad centralizada no puede renunciar al control policial y al mortal aparato tecnológico. Para esto, quien no sabe imaginar una comunidad sin autoridad estatal no tiene instrumentos para criticar la economía que está destruyendo el planeta; quien no sabe pensar una comunidad de únicos no tiene armas contra la mediación política. Al contrario, la idea de la libre experiencia y de la unión de afinidades como base de nuevas relaciones hace posible un completo vuelco social. Sólo abandonando toda la idea de centro (la conquista del Palacio de Invierno o, con el pasar del tiempo, la televisión de Estado) se puede construir una vida sin imposiciones y sin dinero.

En este sentido, el método del ataque difuso es una forma de lucha que trae consigo un mundo distinto. Actuar cuando todos predican la espera, cuando no se puede contar con grandes séquitos, cuando no se sabe por anticipado si se obtendrán resultados -actuar así significa ya afirmar por qué cosa combatimos: por una sociedad sin medida. He aquí entonces que la acción en pequeños grupos de afines contiene la más importante de las cualidades -la de no ser una simple toma de conciencia táctica, sino de realizar al mismo tiempo el propio fin. Liquidar la mentira de la transición (la dictadura antes del comunismo, el poder antes de la libertad, el salario antes de la toma del montón, la certeza del resultado antes de la acción, los pedidos de financiación antes de la expropiación, los “bancos éticos” antes de la anarquía, etc.) significa hacer de la revuelta misma un modo diferente de concebir las relaciones. Atacar de inmediato la hidra tecnológica quiere decir pensar una vida sin policías de guardapolvo blanco (lo que significa: sin la organización económica y científica que los hace necesarios); atacar súbitamente los instrumentos de la domesticación mediática quiere decir crear relaciones libres de imágenes (lo que significa: libres de la pasividad cotidiana que las fabrica). Quien grita que ya no es más -o que no es todavía- tiempo de revuelta, nos revela de antemano cuál es la sociedad por la cual combate. Por el contrario, sostener la necesidad de una insurrección social, de un movimiento incontenible que rompa con el Tiempo histórico para hacer emerger lo posible, significa decir algo simple: no queremos dirigentes. Hoy el único federalismo concreto es la rebelión generalizada. Para rechazar toda forma de centralización se necesita ir más allá de la idea cuantitativa de lucha, es decir la idea de llamar a unirse a los explotados para un choque frontal con el poder. Se necesita pensar otro concepto de fuerza -para quemar las grillas del censo y cambiar la realidad-. “Regla principal: no actuar en masa. Conducid una acción de a tres o de a cuatro como máximo. El numero de los pequeños grupos debe ser lo más grande posible y cada uno de ellos debe aprender a atacar y desparecer velozmente. La policía trata de aplastar a un grupo de miles de personas con un solo grupo de cien cosacos. Es más fácil enfrentar a un centenar de hombres que a uno solo, especialmente si éste golpea por sorpresa y desaparece misteriosamente. La policía y el ejército no tendrán poder si Moscú se cubre de estos pequeños destacamentos inaferrables […] No ocupar fortalezas. Las tropas siempre serán capaces de tomarlas o simplemente destruirlas gracias a su artillería. Nuestras fortalezas serán los patios internos o cualquier lugar desde el cual sea accesible golpear y fácil salir. Si tuvieran que tomar estos lugares, no encontrarían a nadie y perderían gran cantidad de hombres. Es imposible para ellos agarrarlos a todos porque deberían, para esto, llenar cada casa de cosacos”.Aviso a los insurrectos, Moscú, 11 de diciembre de 1905.

VI

“La poesía consiste en hacer matrimonios y divorcios ilegales entre las cosas”
F. Bacon

Pensar otro concepto de fuerza. Quizás sea esta la nueva poesía. En el fondo, ¿qué es la revuelta social sino un juego generalizado de matrimonios y divorcios ilegales entre las cosas? La fuerza revolucionaria no es una fuerza igual y contraria a la del poder. Si así fuera estaríamos ya derrotados porque cada cambio sería el eterno retorno de la constricción. Todo se reduciría a un choque militar, a una macabra danza de estandartes. Pero los movimientos reales escapan siempre a la mirada cuantitativa. El Estado y el capital tienen los más sofisticados sistemas de control y de represión ¿Cómo pararnos frente a este Moloch? El secreto consiste en el arte de descomponer y recomponer. El movimiento de la inteligencia es un juego continuo de descomposiciones y de correspondencias. Lo mismo vale para la práctica subversiva. Criticar la tecnología, por ejemplo, significa componer el cuadro general, mirarla no como un simple conjunto de máquinas, sino antes como una relación social, como sistema; significa comprender que un instrumento tecnológico refleja la sociedad que lo ha producido y que su introducción modifica las relaciones entre los individuos. Criticar la tecnología significa rechazar la subordinación de cada actividad humana a los tiempos de la ganancia. De otro modo nos engañaríamos sobre su alcance, sobre su supuesta neutralidad, sobre la reversibilidad de sus consecuencias. Sin embargo, se necesita luego descomponerla en sus mil ramificaciones, en sus realizaciones concretas que nos mutilan cada día más; se necesita entender que la difusión de las estructuras productivas y de control que ella hace posible simplifican el sabotaje. De otro modo sería imposible atacarla. Lo mismo vale para las escuelas, los cuarteles, las oficinas. Se trata de realidades inseparables de las relaciones jerárquicas generales y mercantiles, pero que se concretizan en lugares y hombres determinados. ¿Cómo volvernos visibles -nosotros, así de pocos- ante los estudiantes, ante los trabajadores, ante los desocupados? Si se piensa en términos de consenso y de imagen (hacerse visible, justamente), la respuesta se da por descontada: sindicatos y especuladores políticos profesionales son más fuertes que nosotros. Una vez más, el defecto radica en la capacidad de componer-descomponer. El reformismo actúa sobre el detalle, y de modo cuantitativo: se mueve con grandes números para cambiar algunos elementos aislados del poder. Una crítica global de la sociedad, en cambio, puede hacer surgir una visión cualitativa de la acción. Justamente porque no existen centros o sujetos revolucionarios a los que subordinar los propios proyectos, toda realidad social reenvía al todo del cual es parte.

Ya se trate de contaminación, de cárcel o de urbanística, un discurso realmente subversivo termina por poner todo en cuestión. Hoy más que nunca, un proyecto cuantitativo (juntar a los estudiantes, a los trabajadores a los desocupados en organizaciones permanentes con un programa especifico) no puede hacer más que actuar sobre el detalle, quitándole a las acciones su fuerza principal -la de instalar cuestiones irreductibles a las separaciones categoriales (estudiantes, trabajadores, inmigrantes, homosexuales, etc.). Más aun teniendo en cuenta que el reformismo es cada vez más incapaz de reformar algo (piénsese en la desocupación, falsamente presentada como un desgaste -resoluble- en la racionalidad económica). Alguien decía que hasta el pedido de una comida no envenenada es en sí mismo un proyecto revolucionario, desde el momento en que para satisfacerlo sería necesario cambiar todas las relaciones sociales.

Toda reivindicación dirigida a un interlocutor preciso lleva consigo su propia derrota, por la misma razón de que ninguna autoridad puede resolver, ni aun queriéndolo, un problema de alcance general. ¿A quién dirigirse para enfrentar la contaminación del aire? Aquellos que durante una huelga salvaje llevaban una bandera sobre la cual estaba escrito No pedimos nada, habían comprendido que la derrota está en la reivindicación misma (“contra el enemigo la reivindicación es eterna” rememora una ley de las XII tablas). No le queda a la revuelta otra solución más que tomar todo para sí. Como había dicho Stirner: “Aunque ustedes les concedan a ellos todo lo que piden, ellos les pedirán siempre más, porque lo que quieren es nada menos que esto: el fin de toda concesión”. ¿Y entonces? Entonces se puede pensar actuar de a pocos sin actuar aisladamente, con la conciencia de que cualquier buen contacto sirve de más, en situaciones explosivas, que los grandes números. Muy a menudo, ciertas luchas sociales tristemente reivindicativas desarrollan métodos más interesantes que los objetivos (un grupo de desocupados, por ejemplo, que pide trabajo y termina por quemar una oficina de empleos). Es verdad que se puede estar en desacuerdo al decir que el trabajo no debe ser buscado, sino destruido. O que se puede tratar de unir la crítica de la economía con aquella oficina quemada apasionadamente, la crítica de los sindicatos con un discurso de sabotaje. Todo objetivo específico de lucha reúne en sí, pronta a estallar, la violencia de todas las relaciones sociales. La trivialidad de sus causas inmediatas, se sabe, es el ticket de entrada a las revueltas en la historia. ¿Qué podría hacer un grupo de compañeros frente a situaciones similares? No mucho, sino ha pensado ya (por ejemplo) en cómo distribuir un panfletillo o en qué puntos de la ciudad expandir un foco de protesta; quizás algo más, si una inteligencia jovial y facinerosa les hace olvidar los grandes números y las grandes estructuras organizativas. Sin querer renovar por esto la mitología de la huelga general como condición desencadenante de la insurrección, está bastante claro que la interrupción de la actividad social se mantiene como un punto decisivo. Hacia esta parálisis de la normalidad debe dirigirse la acción subversiva, cualquiera sea la causa de un choque insurreccional. Si los estudiantes siguen estudiando, los obreros -los que quedan- y los empleados siguen trabajando, los desocupados siguen preocupándose por la ocupación, ningún cambio es posible. La práctica revolucionaria estará siempre por sobre la gente. Una organización separada de las luchas no sirve ni para desencadenar la revuelta ni para expandir y defender su alcance. Si es verdad que los explotados se acercan a aquellos que saben garantizar, en el curso de las luchas, mayores mejoras económicas -esto es, si es verdad que toda lucha reivindicativa tiene un carácter necesariamente reformista-, son los libertarios quienes pueden, a través de sus métodos (la autonomía individual, la acción directa, la conflictividad permanente), impulsarlos a ir más allá del modelo de la reivindicación, a negar todas las identidades sociales (profesor, empleado, obrero, etcétera). Una organización reivindicativa permanente especifica de los libertarios quedaría al margen de las luchas (sólo pocos explotados podrían elegir formar parte), o perderían su propia peculiaridad libertaria (en el ámbito de las luchas sindicales, los más profesionales son los sindicalistas). Una estructura organizativa formada por revolucionarios y por explotados puede permanecer conflictiva sólo si se encuentra ligada a la duración de una lucha, a un objetivo específico, a la perspectiva del ataque; en fin si es una critica en acto del sindicato y de la colaboración con los patrones. Por el momento no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales (antimilitaristas, contra las nocividades ambientales, etcétera). Queda la otra hipótesis (queda, bien entendido, para el que no respeta que “la gente es cómplice y resignada”, y buenas noches a los soñadores), la de una intervención autónoma en luchas -o en revueltas más o menos extendidas- que nacen espontáneamente. Si se buscan discursos claros sobre la sociedad por la que los explotados pelean (como ha pretendido algún teórico sutil frente a una reciente ola de huelgas), nos podemos quedar tranquilamente en casa. Si nos limitamos -algo en el fondo no muy distinto- a “adherir críticamente”, se agregaran nuestras banderas rojas y negras a las de partidos y sindicatos. Una vez más la crítica del detalle se casa con el modelo cuantitativo. Si se piensa que cuando los desocupados hablan de derecho al trabajo se debe actuar en esa línea (con las deudas distingo a propósito entre salariado y “actividad socialmente útil”), entonces el único lugar de la acción parece ser la plaza poblada de manifestantes. Como sabía el viejo Aristóteles, sin unidad de tiempo y espacio no hay representación posible. ¿Pero quién dijo que a los desocupados no se les puede -practicándolos-, hablar de sabotaje, de abolición del derecho o de negativa a pagar el alquiler? ¿Quién dijo que durante una huelga de plaza la economía no puede ser criticada en otro lugar? Decir aquello que el enemigo no espera y estar donde no nos aguarda. Esta es la nueva poesía.

VII

“Somos demasiado jóvenes, no podemos esperar más”
Graffiti mural en París

La fuerza de una insurrección es social, no militar. El criterio para evaluar el alcance de una revuelta generalizada no es el choque armado, sino más bien la amplitud de la parálisis de la economía, de la toma de posesión de lugares de producción y de distribución, de la gratuidad que quema todo cálculo, de la deserción de las obligaciones y de los roles sociales; en breve, el trastocamiento de la vida. Ninguna guerrilla, por más eficaz que sea, puede sustituir a este grandioso movimiento de destrucción y de transformación. La insurrección es el leve emerger de una trivialidad: ningún poder se puede regir sin la servidumbre voluntaria de quien lo padece. Nada mejor que la revuelta revela que son los mismos explotados quienes hacen funcionar la máquina asesina de la explotación. La interrupción extendida y salvaje de la actividad social desgarra de un golpe el velo de la ideología y hace aparecer las reales relaciones de fuerza; el Estado se muestra entonces como lo que es -la organización política de la pasividad. La ideología de un lado y la fantasía del otro revelan entonces todo su peso material. Los explotados no hacen más que descubrir una fuerza que siempre han tenido, terminando con la ilusión de que la sociedad se reproduce por sí sola o de que algún topo excave por ellos. Ellos son insurgentes contra su propio pasado de obediencia -lo que ha Estado, justamente- , contra la costumbre erigida en defensa del viejo mundo. La conjura de los insurrectos es la única ocasión en la cual la “colectividad” no es la noche que denuncia a la policía el vuelo de las luciérnagas, ni la mentira que hace de la suma de los malestares individuales un bien común, sino más bien lo negro que da a la diferencia la fuerza de la complicidad. El capital es antes que nada la comunidad de la delación, la unión que hace la debilidad de los individuos, un ser-conjunto que nos vuelve divididos. La conciencia social es una voz interior que repite: “Los otros aceptan”. La fuerza real de los explotados se levanta así contra ellos. La insurrección es el proceso que libera esta fuerza, aunándola al placer de vivir y a la autonomía; es el momento en que se piensa recíprocamente que lo mejor que se puede hacer por los otros es liberarse a sí mismos. En este sentido, ella es “un movimiento colectivo de realización individual”. La normalidad del trabajo y del “tiempo libre”, de la familia y del consumo, mata toda mala pasión por la libertad. (En este mismo momento, mientras escribimos estas líneas, estamos separados de nuestros símiles, y esta separación libera al Estado del pese de prohibirnos escribir). Sin una fractura violenta con la costumbre ningún cambio es posible. Pero la revuelta es siempre obra de minorías. Alrededor está la masa, lista para transformarse en instrumento de dominio (para el siervo que se revela, el “poder” es al mismo tiempo la fuerza del amo y la obediencia de los otros siervos) o para aceptar por inercia el cambio en acto. La más grande huelga general salvaje de la historia -la del Mayo Francés- no ha involucrado más que un quinto de la población de un único Estado. De esto no se sigue como única conclusión la de apropiarse del poder para dirigir a las masas, ni la de que es necesario presentarse como la conciencia del proletariado; sino simplemente que no existe salto alguno entre la sociedad actual y la libertad. La actitud servil y pasiva no es un asunto que se resuelve en un día o en un mes. Su contrario debe hacerse espacio y tomarse su tiempo. El trastocamiento social no es otra cosa que la condición de partida. El desprecio por la “masa” no es cualitativo, sino más bien ideológico, o sea subordinado a las representaciones dominantes. El pueblo del capital existe, ciertamente, pero no tiene contornos precisos. Es siempre de la masa anónima de donde salen, amotinándose, lo desconocido y la voluntad de vivir. Decir que somos los únicos rebeldes en un mar de sometimiento es en el fondo reconfortante, porque clausura la partida de antemano. Nosotros simplemente decimos que no sabemos quiénes son nuestros cómplices y que tenemos la necesidad de una tormenta social para descubrirlo. Hoy cada uno de nosotros decide en qué medida los otros no pueden decidir (abdicando de la posibilidad de elección propia hacemos funcionar a un mundo de autómatas). Durante la insurrección la posibilidad de elegir se extiende con las armas y con las armas hay que defenderla, porque es sobre su cadáver que nace la reacción. Por más minoritario (¿pero en base a qué punto de referencia?) que sea respecto de sus fuerzas activas, el fenómeno insurreccional puede asumir dimensiones extremadamente amplias, y es en este punto que él revela su naturaleza social. Cuanto más extendida y entusiasta es la rebelión, menos se transforma el choque militar en su criterio de medida. Con la extensión de la autoorganización armada de los explotados se revela toda la fragilidad del orden social y se afirma la certeza de que la revuelta, así como las relaciones jerárquicas y mercantiles, está en todos lados. El que piensa en la revolución como un golpe de Estado, en cambio, tiene un concepto militar del choque. Cualquier organización que se pone como vanguardia de los explotados tiende a ocultar el hecho de que el dominio es una relación social y no un simple barrio general a conquistar; de otro modo, ¿cómo justificaría su propio rol? Lo más útil que se puede hacer con las armas es volverlas lo más inútiles posibles. Pero el problema de las armas se queda en un plano abstracto si no se liga a la relación entre revolucionarios y explotados, entre organización y movimiento real. Demasiado a menudo, de cualquier manera, los revolucionarios han pretendido ser la conciencia de los explotados, representar el grado de madurez subversiva. El “movimiento social” se ha transformado así en la justificación del partido (que en la versión leninista se transforma en una élite de profesionales de la revolución). El círculo vicioso es cuanto más nos separamos de los explotados, más debemos representar una relación que falta. La subversión se reduce así a sus propias prácticas, y la representación deviene organización de un fraude ideológico -la versión burocrática de la apropiación capitalista. El movimiento revolucionario se identifica entonces con su expresión “más avanzada”, la cual realiza el concepto. La dialéctica hegeliana de la totalidad ofrece un armazón perfecto para esta construcción. Pero existe también una crítica de la separación y de la representación que justifica la espera y valoriza el rol de los críticos. Con el pretexto de no separarse del “movimiento social” se acaba por denunciar toda práctica de ataque en cuanto a “fuga hacia delante” o mera “propaganda armada”. Una vez más el revolucionario está llamando a “desvelar”, quizás en su misma inacción, las condiciones reales de los explotados. En consecuencia ninguna revuelta es posible por fuera de un movimiento social visible. El que actúa, entonces, debe necesariamente querer sustituir a los proletarios. El único patrimonio a defender llega a ser la “crítica radical”, la “lucidez revolucionaria”. La vida es miserable, y por lo tanto no se puede más que teorizar sobre la miseria. La verdad ante todo. De este modo, la separación entre subversivos y explotados no es en absoluto eliminada, sino sólo desplazada. Nosotros no somos explotados junto a otros explotados; nuestros deseos, nuestra rabia y nuestras debilidades no forman parte del antagonismo de clases. En absoluto podemos actuar cuando nos parece: tenemos una misión -aunque ciertamente no se llame así- que cumplir. Hay quien se sacrifica por el proletariado con la pasión y hay quien lo hace con la pasividad. Este mundo nos está envenenando, nos constriñe de actividades inútiles y nocivas, nos impone tener la necesidad de dinero y nos priva de relaciones apasionantes. Estamos envejeciendo entre hombre y mujeres sin sueños, extranjeros en un presente que no deja espacio a nuestros impulsos más generosos. No somos partisanos de abnegación alguna. Es simplemente que lo que esta sociedad sabe ofrecer como lo mejor (la carrera, la fama, la victoria imprevista, el “amor”), no nos interesa. El mando nos repugna tanto como la obediencia. Somos explotados como los otros y queremos terminar cuanto antes con la explotación. Para nosotros, la revuelta no necesita de otras justificaciones. Nuestra vida se nos escapa y todo discurso de clase que no parta de esto no es otra cosa que una mera mentira. No queremos dirigir ni sostener movimientos sociales, sino participar en los que existen en la medida en que reconozcamos en ellos exigencias comunes. Desde una perspectiva desmedida de liberación, no hay formas de luchas superiores. La revuelta necesita de todo, diarios y libros, armas y explosivos, reflexiones y blasfemias, venenos, puñales e incendios. El único problema interesante es cómo mezclarlos.

VIII

“Es fácil golpear a un pájaro de vuelo uniforme”
B. Gracian

El deseo de cambiar cuanto antes la propia vida no sólo lo comprendemos, sino que es el único criterio con el cual buscamos a nuestros cómplices. Lo mismo vale para lo que se puede llamar una necesidad de coherencia. La voluntad de vivir las propias ideas y crear la teoría a partir de la propia vida no es ciertamente la búsqueda de ejemplaridades (y de su revés paternalista y jerárquico), sino antes el rechazo de toda ideología, incluida la del placer. De quien se alegra de los espacios que alcanza a recortar -y a salvaguardar- para sí en esta sociedad, nos separa, aun antes de la reflexión, el modo mismo de palpar la existencia. Pero igualmente distante sentimos a quien querría desertar de la normalidad cotidiana para confiarse a la mitología de la clandestinidad y de la organización combatiente, o sea para encerrarse en otras jaulas. No hay ningún rol, por más legalmente riesgoso que sea, que pueda sustituir el cambio real de las relaciones. No hay atajos al alcance de la mano, no existe un salto inmediato al más allá. La revolución no es una guerra. La infausta ideología de las armas ya ha transformado, en el pasado, la necesidad de coherencia de pocos en el gregarismo de los más. Que las armas se dirijan una vez por todas contra la ideología. Quien tiene la pasión del desorden social y una visión “personal” de la lucha de clases, quiere hacer algo de inmediato. Si analiza las transformaciones del capital y del Estado, es para decidirse a atacarlo, no por cierto para irse a dormir con las ideas más claras. Si no ha introyectado las prohibiciones y las distinciones de la ley y de la moral dominante, trata de usar todos los instrumentos para determinar las reglas del propio juego. La pluma y el revólver son por igual armas para él, a diferencia del escritor y del soldado, para quienes se trata de asuntos profesionales y en definitiva de identidades mercantiles. El subversivo es subversivo aún si la pluma y el revólver, mientras posea el arma que contiene a todas las otras: la propia determinación. La “lucha armada” es una estrategia que puede ponerse al servicio de cualquier proyecto. Aun hoy la guerrilla es usada por organizaciones cuyo programa es en esencia socialdemócrata; simplemente, sostienen sus reivindicaciones con una práctica militar. La política puede hacerse también con las armas. En cualquier tratativa con el poder -o sea, en cualquier relación que lo tenga a este último como interlocutor, o incluso como enemigo- el que quiere negociar debe situarse como fuerza representativa. Representar una realidad social significa, desde esta perspectiva, reducirla a la propia organización. No se quiere, de este modo, a la lucha armada como extendida y espontánea, sino ligada a las diversas fases de las tratativas. La organización gestionará los resultados. Las relaciones entre los miembros de la organización y entre esta última y el mundo exterior reflejan en consecuencia lo que es un programa autoritario; llevan el corazón la jerarquía y la obediencia. Para quien se pone como meta la conquista violenta del poder político, el problema no es muy distinto. Se trata de hacer propaganda de la propia fuerza de vanguardia capas de dirigir el movimiento revolucionario. La “lucha armada” se presenta como la forma superior de las confrontaciones sociales. Quien es más representativo militarmente -debido al efecto espectacular de las acciones- constituye entonces el auténtico partido armado. Los procesos y los tribunales populares se presentan como la consecuente puesta en escena de quien desea sustituir al Estado. El estado, por su parte, tiene todo el interés de reducir la amenaza revolucionaria a algunas organizaciones combativas, para transformar la subversión en un encuentro entre dos ejércitos: las instituciones por un lado y el partido armado por el otro. Lo que el dominio teme es la revuelta generalizada y anónima. La imagen mediática del “terrorista” actúa junto a la policía en defensa de la paz social. El ciudadano aplaude o se asusta, pero se mantiene siempre como ciudadano, es decir como espectador. Es el maquillaje reformista de lo existente el encargado de alimentar la mitología armada, produciendo la falsa alternativa entre política legal y política clandestina. Alcanza con notar cuántos sinceros demócratas de izquierda se conmueven con la guerrilla en México o en América Latina. La pasividad necesita siempre de guías y de especialistas. Cuando se desilusiona con aquellos tradicionales, se codea con los nuevos. Una organización armada -con un programa y una sigla- específica de los revolucionarios, puede tener ciertamente características libertarias, así como la revolución social que muchos anarquistas quieren es, sin duda, también una “lucha armada”. ¿Pero alcanza? Si reconocemos la necesidad de organizar, en el devenir de la lucha insurrecta, el hecho armado; si sostenemos la posibilidad, desde ahora, de atacar las estructuras y los hombres del dominio; si consideramos decisiva, en fin, la unión horizontal entre los grupos de afinidad en las prácticas de revuelta, criticamos la perspectiva de quien presenta las acciones armadas como el real ir más allá de los límites de las luchas sociales y atribuye así a una forma de lucha un rol superior a las otras. Por otra parte, vemos en el uso de siglas y programas la creación de una identidad que separa a los revolucionarios de los demás explotados, haciéndolos al mismo tiempo visibles a los ojos del poder, o sea representable. El ataque armado, en este sentido, no es más uno de los tantos instrumentos de la propia liberación, sino una expresión que se carga de valor simbólico y que tiende a apropiarse de una rebelión anónima. La organización informal como hecho ligado a la existencia de la luchas se transforma en una estructura decisional, permanente y formalizada. Una ocasión para encontrarse en los propios proyectos se transforma en un proyecto en si mismo. La organización comienza a querer reproducirse a sí misma, exactamente como las estructuras cuantitativa reformistas. Sigue intachablemente la triste seguidilla de comunicados de reivindicación y de documentos programáticos en los cuales se alza la voz para encontrarse luego persiguiendo a una identidad que existe sólo porque ha sido declarada. Acciones de ataque del todo similares a otras simplemente anónimas parecen entonces representar quién sabe qué salto cualitativo en la práctica revolucionaria. Reaparecen los esquemas de la política y se empieza a volar de un modo uniforme. Por cierto que la necesidad de organizarse es algo que puede acompañar siempre la práctica de los subversivos, más allá de las exigencias transitorias de una lucha. Pero para organizarse hay necesidad de acuerdos vivos y concretos, no de una imagen en busca de reflectores. El secreto del juego subversivo es la capacidad de hacer pedazos los espejos deformantes y de encontrarse cara a cara con las propias desnudeces. La organización es el conjunto real de los proyectos que la hacen vivir. Todo el resto es prótesis política o no es nada. La insurrección es mucho más que una “lucha armada”, porque en ella el antagonismo generalizado es uno y el mismo con el trastocamiento del orden social. El viejo mundo es invertido en la medida en que los explotados insurgentes están todos armados. Sólo entonces las armas no son la expresión separada de alguna vanguardia, monopolio de futuros patrones y burócratas, sino antes la condición concreta de la fiesta revolucionaria, la posibilidad colectiva de extender y defender la transformación de las relaciones sociales. Fuera de la ruptura insurreccional, la práctica subversiva es aun menos la “lucha armada”, salvo por querer restringir el inmenso campo de las propias pasiones a sólo algunos instrumentos. Cuestión de alegrarse de los roles ya fijados o de buscar la coherencia en el punto más lejano: la vida. Entonces realmente en la revuelta generalizada podremos descubrir, a contraluz, una maravillosa conjura de los yoes para crear una sociedad sin jefes y sin dormidos. Una sociedad de libres y de únicos.

IX

“No nos pidas la fórmula que pueda abrirte mundos,sí alguna sílaba perdida y seca como una rama.Hoy solo esto podemos decirte,Aquello que no somos, aquello que no queremos.”
E. Montale

La vida no puede ser sólo algo de lo cual aferrarse. Es un pensamiento que florece en todas partes, por lo menos una vez. Tenemos una posibilidad que nos hace más libres que los dioses: la de irnos. Es una idea para saborear hasta el fondo. Nada ni nadie nos obliga a vivir. Ni siquiera la muerte. Por eso nuestra vida es una tabula rasa, una tablita que todavía no ha sido escrita y que entonces contiene todas las palabra posibles. Con una libertad similar no podemos vivir como esclavos. La esclavitud está hecha para quien está condenado a vivir, para el que está destinado a la eternidad, no para nosotros. Para nosotros está lo desconocido. Lo desconocido de ambientes en los cuales perderse, de pensamientos jamás recorridos, de garantías que saltan por el aire, de perfectos desconocidos a quienes regalar la vida. Lo desconocido de un mundo al cual poder donarle los excesos del amor de sí. El riesgo, también. El riesgo de la brutalidad y del miedo. El riesgo de verlo finalmente a la cara, el mal de vivir. Todo esta encuentra quien quiere terminar con el oficio de existir. Nuestros contemporáneos parecen vivir de oficio. Se enloquecen abarrotados por miles de obligaciones, incluida la más triste -la de divertirse-. Enmascaran la incapacidad de determinar la propia vida con detalladas y frenéticas actividades, con una velocidad que administra comportamientos cada vez más pasivos. No conocen la ligereza de lo negativo. Podemos no vivir, he aquí la más bella razón para abrirse paso con fiereza hacia la vida. “Para dar las buenas noches a los músicos siempre hay tiempo; lo mismo vale darse vuelta y jugar” -así habla al materialismo de la alegría-. Podemos no hacer, he aquí la más bella razón para actuar. Recogemos en nosotros mismos la potencia de todos los actos de los que somos capaces, y ningún amo podrá quitarnos la posibilidad del rechazo. Aquello que somos y que deseamos comienza con un no. De allí nacen las únicas razones para levantarse a la mañana. De allí nacen las únicas razones para ir armados a asaltar un orden que nos sofoca. Por un lado está lo existente, con sus costumbres y sus certezas. Y de certezas, este veneno social, se muere. Por el otro lado está la insurrección, lo desconocido que interrumpe en la vida de todos. El posible inicio de una practica exagerada de la libertad. Nota sobre un Apéndice que no existe. También la calidad de aquello por lo que se siente aversión tiene su importancia. Nos hemos enloquecido, por un cierto periodo, en buscas textos contemporáneos que ilustren con suficiente coherencia algunas tesis que excluyen la posibilidad de la ruptura insurreccional, para sumarlos a un apéndice y hacer aun más claro el contenido de este manifiesto. De modo particular, las tesis del que prefiere los pequeños pasos reformistas y aquellos de quien, autonombrándose representante privilegiado de los explotados, cree poder hacer una revuelta para unos pocos íntimos al son de fuegos artificiales y slogans mal ensamblados. Pero, después de buscar en vano, hemos renunciado. Para encontrar algún texto bien hecho, capas de hacer preguntas serias y actuales, hubiésemos tenido que retroceder veinte años atrás en el tiempo. Del presente se puede decir que es una bolsa siniestra que transforma en mierda todo lo que traga.