jueves, 4 de marzo de 2010
Revolución y primitivismo. (Miguel Amorós)
“cómo, a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”
Vivimos tiempos duros, en los que el pasado es incomunicable. Los supervivientes de la vieja generación son incapaces de trasmitir la experiencia de sus derrotas y de sus victorias a los jóvenes rebeldes porque estos soportan unas condiciones de existencia tan diferentes que las verdades anteriores no encajan. La vieja generación no tiene descendientes, y la de ahora no tiene antepasados. El capitalismo y la civilización industrial han levantado un medio artificial en el que se desenvuelven a gran velocidad personas sin memoria. Los cambios son tan acelerados que extravían hasta la misma noción del cambio; se pierde pues la noción del tiempo. Cada quince o veinte años hay que partir de cero. Los muertos han sido enterrados mucho antes de que la nueva generación cayese en la tentación de venerar su recuerdo. La revolución no extrae su poesía del pasado pero tampoco puede sacarla del porvenir. Estamos instalados en un presente continuo, en el cual caminan iguales los viejos proyectos de emancipación vencidos y las ideologías más estrafalarias nacidas precisamente del fracaso.
Al mismo tiempo que nació la ciudad industrial nació el deseo de huir de ella. El sentimiento moderno de la naturaleza nace con el aire pestilente y la acumulación de basura. La emoción es legítima pero transformada en nostalgia no será más que una de las caras del progreso. Como reacción contra los estragos de la industria llega a sensibilizar a las gentes; sin embargo, eso no basta. De lo que se trata es de que el sentimiento se vuelva conciencia, y la conciencia, fuerza práctica. Ha de recurrir a la reflexión y al análisis histórico, es decir, ha de volverse teoría para poder generalizarse como revuelta. Ha de madurar, salir de la infancia y aceptar ser asociación y razón. Ha de oponer a la civilización industrial un pensamiento riguroso y una organización fuerte que le permita pasar a la práctica luchando contra aquella. Ha de ser acción revolucionaria, ya que a revolución social será naturista, o como se dice ahora, primitivista, o no será.
Al hablar de primitivismo conviene distinguir entre quienes buscan en el conocimiento de las sociedades arcaicas armas conceptuales con las que enfrentarse al mundo y transformarlo, y quienes buscan en los modos de vida salvajes la inocencia y beatitud perdidas al paso de la historia. Los primeros no pretenden recrear esas formaciones sociales por mucho que se inspiren en ellas; los segundos afirman con toda seriedad que la libertad de las gentes pasa por el retorno a etapas prehistóricas. La simple abolición del Estado, del capital y de la producción industrial parece no ser nada si al final no nos quedamos todos asilvestrados. En un caso se trata de desarrollar la crítica social y demostrar que otras maneras de vivir son posibles; en el otro, es cuestión de una ideología autocomplaciente que enmascara el conflicto social e impide que llegue a la conciencia de los explotados. Así pues estamos ante dos tipos de primitivismo completamente diferentes: uno subversivo, que quiere aclarar las nuevas cuestiones que plantea la lucha social y llevar la revolución más lejos; otro conformista y reaccionario, que las embarulla y siembra confusión, que se apalanca en el instinto y rechaza el método, acomodándose en los espacios que la sociedad industrial le permite. Aquél es prueba de salud, éste, enfermedad del espíritu. De esta gripe de la conciencia vamos a ocuparnos.
Una ideología tan descosida e irreal, destinada al anaquel de los liberalismos extravagantes, no debería tener demasiada importancia puesto que su práctica no va más allá del excursionismo y es tan arriesgada como el fabricar jabón de Marsella, pero en la medida en que anima un discurso irracionalista que empuja al aburguesamiento o al delirio, importancia tiene. Hace de la naturaleza un arma contra el pensamiento. El primitivismo vulgar y filisteo pide la abolición de toda cultura –de toda civilización– y de toda organización social, especialmente de las ciudades, la cuna de la libertad y el lugar de las formas más extremas de la lucha de clases. El pensamiento y el arte, la literatura y los oficios, testimonios de la creatividad y del genio humanos, manifestaciones genuinas de la libertad del hombre, son a sus ojos desechables. El papel de la ciencia o de la imprenta en la lucha contra la religión y las monarquías es menospreciado, igual que cualquier otro hecho histórico. No es que el primitivismo vulgar rechace el conocimiento científico o las invenciones liberadoras, rechaza toda forma de conocimiento y toda trasmisión de saberes que se acerque al horizonte histórico. De las civilizaciones no hay nada que aprender ni que enseñar más allá de la receta del falafel. En definitiva, el filisteo primitivista no pide la libertad, exige la ignorancia, o sea, la barbarie.
Si miramos la sociedad con un cristal de ese color todos sus momentos históricos son uno: todas las civilizaciones son territorios de la domesticación y de la falta de libertad. Se trata pues de una ideología radicalmente antihistórica y forzadamente individualista. Para ella toda forma de organización es fuente de autoridad, todo movimiento de masas aspira a constituir un poder y toda revolución es liberticida. No hay entonces que organizarse, ni promover actos masivos, ni perseguir fines revolucionarios. El primitivismo vulgar es una ideología moralista que como tal no se moja en la acción, ni soporta enfrentarse con la realidad. Es inmovilista. Bajo la óptica de renuncia al combate social la revolución es otro error; a la revolución social el primitivista vulgar opone la insurrección, pero no una insurrección popular, procedimiento revolucionario, sino una insurrección estrictamente individual y moral. La libertad para él no es algo que se resuelve en sociedad, institucionalmente. No habría entonces cuestión social que plantear, sino simplemente cuestión personal. No hay frente al que acudir, sino abrigo en el que ocultarse. No hay que contaminar a la sociedad de primitivismo radical, hay que elevar una muralla de despropósitos primitivistas y guarnecerse tras de ella.
El carácter reaccionario del primitivismo vulgar vuelve a mostrarse en su actitud hacia el movimiento obrero. De un solo golpe liquida el papel del proletariado en la historia, el de la revolución y el del propio anarquismo, que no lo olvidemos, es un ideario de libertad y de emancipación nacido en el fragor de la lucha de clases. Según su punto de vista la historia de la lucha de clases es solamente la historia de la lucha por el poder. El proletariado sólo aspira a tomar el poder, como la burguesía; no hay diferencias entre las distintas tendencias obreras pues todas pretenden lo mismo. Por consiguiente execra la lucha de los trabajadores contra la explotación y por la libertad. Para el primitivista vulgar esa lucha genera nuevas formas de autoridad, en consecuencia rechaza los métodos de clase y sus fines. Condena por igual tanto la acción directa, la huelga general o las asambleas, como los sindicatos únicos o los consejos obreros. El viejo objetivo liberador, la libre federación de productores libres, la idea de que la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos, es bajo su punto de vista una falacia autoritaria y domesticadora. El primitivista vulgar está contra el trabajo –como todo el mundo– y de rebote, contra el trabajador; el hecho de que en el mundo convivan miles de millones de trabajadores que no pueden sustentarse con actividades gozosas como la caza o la pesca, no parece conmoverle ni incitarle a revelar sus planes de retorno a lo primitivo. No se molesta en exponer las posibilidades reales de sus elucubraciones pues, como ya hemos dicho, no se baña en el río de la acción. Se limita a propugnar como objetivo lejano un estado social anómico del que puedan surgir efímeras asociaciones mediante pactos temporales. De nuevo, la barbarie, pero esta vez, la barbarie burguesa. El ideal primitivizado de la segunda residencia con huerto y vecinos.
El primitivista vulgar no quiere destruir el orden social, ni forzar un cambio radical en la sociedad, ni disolver abruptamente las condiciones de vida existentes, pues eso es en definitiva la revolución. Opone a la práctica social revolucionaria un obrar existencial aparente y ficticio, depurado de todo criterio social. Elimina de la práctica todo lo socialmente concreto, todo lo histórico y social. Sus prédicas sobre la libertad no le obligan a nada, pero le dan un aire rebelde que le complace y asegura. Todos se sienten papúes a veinte mil quilómetros de distancia de Nueva Guinea. Sus loas a la libertad absoluta se dirigen en exclusiva contra las prácticas que la hacen posible. Una vez más estamos ante la actitud trasgresora y a la vez inmovilista del burgués decadente, propia de los tiempos en que la clase dominante necesita subvertir sus propios valores para seguir manteniéndolos.
La deshumanización de la sociedad ha acarreado la idealización de la naturaleza. Como los burgueses ilustrados hicieron en el XVIII y los escritores románticos tras ellos, los primitivistas vulgares dotan a la naturaleza de contenidos, la espiritualizan, la convierten en hogar de la libertad y de la armonía. Proyectan en la naturaleza representaciones propias de la vida privada de las clases medias, las herederas del ideario burgués. Buscan el cielo casero en la ideologización de lo salvaje. Predican la salvación personal a costa de la civilización –de la sociedad–, no en la lucha contra la opresión. Renuncian a la experiencia social de la libertad pues para ellos la civilización, la sociedad entera, es una forma de vida extraña al orden natural. La oposición entre naturaleza y sociedad presupone la ruina completa del mundo civilizado; en consecuencia para el primitivista vulgar habrá que reconstruir la naturaleza y no hacer la revolución; ni siquiera la revolución primitivista. No quiere abandonar la adolescencia y dar un salto hacia adelante en la historia; quiere, especulativamente por supuesto, retroceder a la época de las glaciaciones. Ya se sabe: en la noche de los tiempos todos los gatos eran pardos.
El primitivista vulgar huye de la historia tanto como de la acción. Al pasado y al presente no los considera perspectivas ordenadoras del vivir. El culto a la naturaleza o la idealización de las comunidades arcaicas obedecen al deseo de soslayar los peligros de la historia (los peligros de la acción), porque, ante todo, el primitivista vulgar no corre riesgos. En el fondo sabe que no se compromete a nada porque no hay retorno posible a la naturaleza; no queda naturaleza virgen a donde ir. La naturaleza anterior a la historia no existe, ni siquiera para los primitivos; toda ella gira en torno a la economía. Como dijo Bernard Charbonneau, “la naturaleza es el jardín público de la ciudad total”. La naturaleza está ya urbanizada y suburbializada. Tanto para liberar la naturaleza como para liberar a los individuos son necesarios el pensamiento estratégico y la acción social; en una palabra, son necesarias las revoluciones que nos han de llevar a una civilización libre de la mercancía y de la industria. La revolución es la única manera de hacer historia consciente y la historia es el modo específicamente humano de existencia, el medio donde los individuos pueden situarse y reconocerse, hacerse a sí mismos y para sí mismos. ¿Que cómo se hace la historia? Pues, como dijo alguien, primero poco a poco; después toda de un golpe.
Miguel Amorós
Charla debate con David Watson y Los Amigos de Ludd en el Espai Obert de Barcelona, el 25 de noviembre de 2003.
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